Es tan natural el sentido del ritmo, que solemos darlo por descontado. Al escuchar música llevamos el compás con los pies y movemos el cuerpo, a menudo de forma inconsciente. Este instinto corresponde a un rasgo evolutivo propio de la especie humana. No se presenta en ningún otro mamífero ni, probablemente, en ninguna otra clase del reino animal. Las aptitudes para esa sincronización inconsciente residen en la base de la danza, confluencia de movimiento, ritmo y representación gestual. La danza corresponde al ejercicio colectivo más sincronizado que existe; exige un tipo de coordinación interpersonal en el espacio y el tiempo que apenas se da en otros contextos sociales.
Aun cuando la danza constituye una forma fundamental de la expresión humana, la neurociencia no le había prestado particular atención hasta hace poco, cuando empezaron a examinarse imágenes cerebrales de bailarines aficionados y profesionales. Entre otras cuestiones, se pretendía averiguar de qué manera se mueve un bailarín por el espacio, cómo controla sus pasos y cómo aprende coreografías complejas. Los resultados permiten entrever la intrincada coordinación mental que se requiere para ejecutar hasta los pasos más sencillos.
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