La ciencia griega tenía un defecto fatal: no incluía ningún mecanismo para imponer un consenso. Para los griegos, las comprobaciones experimentales de las conclusiones científicas no eran más relevantes que las comprobaciones experimentales de ideas políticas o estéticas. Las opiniones contrapuestas podían debatirse indefinidamente.
Se cuenta que cuando le explicaron el sistema Ptolemaico, el rey Alfonso X de Castilla dijo: Si Dios Todopoderoso me hubiera consultado antes de embarcarse en la Creación, le habría recomendado algo más simple.
El argumento era la simplicidad. La Tierra estaba “obviamente” quieta. Nadie notaba el movimiento. Si la Tierra se desplazaba y caía una piedra, ¿no quedaría atrás? Por otro lado, el sistema copernicano contradecía la Biblia, y dudar de ella ponía en peligro la salvación.
Fue Galileo quien introdujo la idea de que el único criterio para el juicio científico es la evidencia experimental. A partir de ahí fue cuando la ciencia empezó a progresar. Para ganarse la calificación de ciencia fiable, una teoría debe tener muchas de sus predicciones confirmadas, sin un solo tropiezo. Esta exigencia es muy severa: una sola predicción fallida obliga a modificar o abandonar la teoría.
Pero esta exigencia se vuelve contra nosotros, pues estamos obligados a aceptarla aunque ente en conflicto con las intuiciones. Y ese es el caso de la teoría cuántica.
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