En el libro que les quiero comentar, el autor nos quiere convencer de que cuando hay que tomar una decisión es mejor hacer lo que decide un grupo de personas que no uno solo. De hecho, lo hacemos muchas veces, por ejemplo, cuando nos dicen “esto lo hace todo el mundo” y uno piensa que si lo hace todo el mundo, pues será la mejor opción. Aunque no siempre es así, pues a veces las decisiones que se toman desde el grupo no son siempre las más óptimas: para ello deben darse una serie de circunstancias. De estos temas y otros, como comportamientos sociales cuando actuamos en grupo, habla este libro del que les paso a hacer un resumen con algunos de los párrafos que más me han llamado la atención.
Los colectivos funcionan bien bajo determinadas circunstancias, pero mal cuando tales circunstancias no se dan. Por lo general, los grupos necesitan normas para mantener un orden y coherencia. Pero, a veces, tales normas fallan o son contraproducentes. Es conveniente para los grupos que sus miembros hablen y que aprendan los unos de los otros. Sin embargo, y aunque resulte paradójico, un exceso de comunicación puede ser la causa de que el grupo en conjunto se conduzca de una manera menos inteligente. Los colectivos grandes resuelven mejor cierto tipo de problemas, pero muchas veces estos grupos son difíciles de dirigir e ineficientes. Los grupos pequeños, en cambio, tienen la virtud de ser más fáciles de dirigir pero corren el riesgo de adolecer de pobreza de ideas y exceso de consenso.
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La diversidad y la independencia son importantes porque las mejores decisiones colectivas son producto del desacuerdo y de la polémica, no del consenso ni del compromiso. Un grupo inteligente, especialmente cuando se enfrenta a problemas cognitivos, no les exige a sus miembros que modifiquen sus posturas a fin de que el grupo alcance una decisión que contente a todo el mundo. (…) Paradójicamente, para que un grupo se comporte con inteligencia lo mejor es que cada individuo del mismo piense y actúe con la mayor independencia posible.
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La diversidad y la independencia son importantes porque las mejores decisiones colectivas son producto del desacuerdo y de la polémica, no del consenso ni del compromiso. Un grupo inteligente, especialmente cuando se enfrenta a problemas cognitivos, no les exige a sus miembros que modifiquen sus posturas a fin de que el grupo alcance una decisión que contente a todo el mundo. (…) Paradójicamente, para que un grupo se comporte con inteligencia lo mejor es que cada individuo del mismo piense y actúe con la mayor independencia posible.
Los grupos homogéneos alcanzan la cohesión con más facilidad que los diversificados. Pero, a medida que aumenta la cohesión, también aumenta la dependencia del individuo con respecto al grupo, lo mismo que el aislamiento con respecto a las opiniones externas, y la convicción de que el juicio del grupo no puede estar equivocado en lo relativo a las cuestiones importantes. Los grupos de esta especie (…) comparten una ilusión de invulnerabilidad, la voluntad de descartar cualquier argumento contrario a la postura del grupo y la convicción de que la discrepancia no sirve para nada.
El punto principal del gregarismo es que funciona no tanto censurando la discrepancia como consiguiendo, de alguna manera, que la discrepancia parezca improbable (…) Como es obvio, este proceso funciona mejor cuando los miembros del grupo están compartiendo ya una mentalidad común (…) Las deliberaciones en un ambiente de gregarismo sufren el nefasto efecto de cerrar las mentes de las personas en vez de abrirlas (…) Las probabilidades de que un grupo homogéneo de personas alcance una buena decisión son más bien escasas.
Habla de sociedades que prosperaron y otras que no. Por ejemplo, los cuáqueros. Les pertenecía más de la mitad de la industria siderúrgica de Gran Bretaña. Figuraban entre los principales banqueros (Barclays y Lloyds fueron fundadas por cuáqueros). Dominaban sectores del consumo como los chocolates y la pastelería. Y tuvieron mucho que ver en la creación del comercio trasatlántico entre Gran Bretaña y América.
Al principio, su éxito fue la consecuencia de los beneficios que devengaba el comercio entre los mismos cuáqueros. Al disentir de la religión oficial anglicana, tenían vedados los cargos públicos y las profesiones liberales, y fue por eso que optaron por dedicarse al comercio. Cuando un cuáquero buscaba crédito o clientela, los encontraba con más facilidad que sus correligionarios. La fe común daba pie a la confianza y el comerciante cuáquero de Londres no tenía reparo en embarcar sus mercancías y hacerlas cruzar el océano, con la certeza de que le serían pagadas en cuanto arribasen a Filadelfia.
La prosperidad de los cuáqueros no pasó inadvertida en el mundo exterior. Eran ya bien conocido por el énfasis personal que otorgaban a la honradez personal, y como hombres de negocios alcanzaron fama por su seriedad en las transacciones y por el rigor con que llevaban sus libros. También introdujeron innovaciones como el precio fijo, que premiaba la transparencia por encima del regateo. Muchos que no compartían sus creencias empezaron a dar preferencia a los cuáqueros como socios comerciales, proveedores y vendedores. Y conforme aumentaba la prosperidad de aquellos, la gente estableció una relación entre dicha prosperidad y la reputación de rigor y seriedad que tenían. Por lo visto, la honradez encontraba su recompensa.
Habla también del dilema del prisionero pero en relación a los impuestos. Tenemos un ejército que nos protege unas escuelas que educan no sólo a nuestros hijos, sino a los hijos de los demás, policía, bomberos, investigación, etc. El problema estriba en que todas estas ventajas las disfrutamos tanto si uno paga sus impuestos como si no. Por ello, lo tradicional es tratar de librarse. Pero si se libra un número de personas demasiado grande, los bienes públicos se esfuman. Pero hay que tener mucho cuidado, pues si hay quien delinque y no pasa nada, entonces da la sensación de que, a quien paga, le están tomando el pelo.
Habla del funcionamiento de los grupos de personas y de que no tenemos muy claro por qué funciona. Por ejemplo, el descubrimiento del coronavirus que producía el SARS. Fue un trabajo en paralelo de laboratorios de todo el mundo; no estaban organizados por nadie. Sabemos quién fue la primera persona que lo vio: la operadora del microscopio electrónico del Centro de Control de Alanta: Cynthia Goldsmith; pero decir que fue ella quien lo descubrió no es realista. En pocas semanas aislaron el coronavirus que, de haber trabajado por separado, habrían tardado años en lograr.
La ciencia es una empresa colectiva porque requiere el intercambio libre y abierto de informaciones. Todo científico depende, en sentido estricto, del trabajo de otros científicos. Una idea es aceptada cuando la inmensa mayoría de los científicos la admiten si ningún asomo de duda. Es un proceso muy diferente al de los mercados o las democracias. Muchos científicos ni siquiera intentan reproducir los experimentos de otros, confían en que los datos sean correctos y en que los experimentos salieron según la descripción que han dado de ellos sus autores. Por supuesto, los experimentos pueden reproducirse, y hay quien lo hace. Así se descubren los fraudes en ciencia.
Hay ideas discrepantes sobre si las buenas ideas salen de un grupo o no, como la de Ralph Cordiner, ex presidente de General Electric:
Nómbreme usted un solo gran descubrimiento o una gran decisión que hayan sido realizados por un comité, y yo le nombraré a usted quién ha sido el miembro de ese comité que tuvo a solas la idea, quizá mientras estaba afeitándose, o de camino a la oficina, o tal vez mientras los demás miembros del comité estaban intercambiando palabras banales. La idea solitaria, digo, que resolvió el problema o que sirvió de base para la decisión.
Habla de alguna dinámica de algunos grupos que no es del todo correcta, como cuando se había desprendido la loseta térmica del Columbia. Sabían que se había desprendido y los ingenieros o bien no quisieron o bien no pudieron expresar sus inquietudes con la fuerza que hubieran querido. De hecho, no se permitió tomar fotografías del ala del Columbia, pues de encontrarse, poco podrían haber hecho. Nadie hizo preguntas en aquella reunión. Finalizada, el destino del Columbia estaba sellado. Esa ética no fue la que se siguió con el Apollo XIII. Uno de los peligros auténticos de los pequeños grupos es que se prefiere el consenso a la discrepancia.
En una reunión de grupo, como en los jurados, las primeras ideas expresadas quedan más que las que van después, así que es importante el turno para hablar. En los grupos en que todos se conocen mutuamente, la categoría social tiende a dominar las pautas del uso de la palabra, de manera que las personas de mayor nivel tienden a hablar más y con mayor frecuencia. Eso no importaría mucho si la autoridad de los sujetos guardase relación con el dominio del tema, lo que no sucede habitualmente.
Esto se comprobó durante una serie de experimentos en que se solicitaba a unos aviadores militares que resolvieran un problema de lógica. Resultó que los pilotos eran más propensos que los copilotos a hablar argumentando su solución en términos convincentes, incluso cuando los primeros estaban equivocados y los segundos tenían razón. Los copilotos, de alguna manera, daban por supuesto que la diferencia de grado implicaba que los pilotos estarían más probablemente en lo cierto. Esto es significativo al hablar de los expertos.
Habla de las diferentes compañías a lo largo de la historia con algunas de sus curiosidades y los problemas de falta de comunicación y coordinación como grupo. Por ejemplo, había compañías cuyas decisiones las tomaban unos y otras en que querían que fuera un consenso de más gente. Por ejemplo, allá por los años 1960-1970 en General Motors, para un tema tan sencillo como el rediseño de un faro pasaba por 15 reuniones diferentes y el director general de la compañía asistía a las cinco últimas. En 1970, en Ford mediaban quince categorías entre el presidente de la empresa y un encargado de la fábrica. En Toyota eran cinco.
También están las competencias entre departamentos. Los empleados deberían saber que trabajan para su compañía y no para su división. Una vez, el presidente de GM describió en los términos siguientes el procedimiento empleado por su compañía para diseñar y construir nuevos automóviles:
Los fulanos [del diseño] dibujaban una carrocería y repartían el proyecto y le decían al otro fulano: “Toma, fabrícalo si puedes, hijo de la gran p***” Y el otro fulano [el de la factoría de montaje] decía: “¡Dios!¡Pero si no se puede estampar la chapa de esta manera ni mucho menos soldarla!”
Y comenta que muchas de las bonificaciones que se ofrecen a los directivos con intención de perseguir metas inalcanzables a primera vista, lo que les enseñaba era a engañar. Por ejemplo, el directivo tratará de que se establezcan unos objetivos fácilmente alcanzables, negociando a la baja sus estimaciones exagerando las dificultades coyunturales. Por otro lado, hará cualquier artimaña para alcanzar dichos objetivos, sobrevalorando los resultados del ejercicio actual a expensas del próximo. El resultado dice que es que las compañías “pagan a la gente para que mienta”. Y en un experimento, lo mismo hicieron los torneros de un taller en el que se les ofrecía un incentivo extra cuando pasaba de una determinada llamada “normal”. Claro, si trabajaban demasiado deprisa la empresa podría acabar subiendo los niveles de esa “normalidad”. Acabaron dedicando más tiempo a manipular los tiempos concedidos con vistas a ganar lo máximo posible entre salario y prima.
Hace un símil entre la bolsa y las multitudes encarnizadas.
Una muchedumbre desmadrada se comporta en cierta medida como un organismo único, regido por una sola mente. Y obviamente, el comportamiento de una turba tiene una dimensión colectiva que un grupo de personas que pasan al azar por un mismo tramo de calle no tiene. El sociólogo Mark Granovetter dice que habrá siempre algunas personas que no cometerán desafueros en ningún caso, y otras que están siempre dispuestas a armar jaleo. Estos son los llamados “instigadores”. Pero la mayoría se sitúa en una posición intermedia. Su disposición para armarla depende de lo que hagan otros elementos de la multitud. En términos más concretos, depende de si los alborotadores son muy numerosos; cuanto más abunden éstos, más personas decidirán sumarse a los disturbios. Y eso es similar a la bolsa: cuanto más suben las acciones, más gente entra en el mercado. Cuando los instigadores son pocos y mucha la gente dispuesta a hacer algo, lo más probable es que no pase nada. Para que haya un alzamiento hacen falta instigadores “radicales” (gente con elevada propensión a la violencia”) y una masa de concurrentes que se deje llevar. Las turbas, vistas de esta manera, no son inteligentes, sino que obedecen a juicios externos.
Estas y otras muchas cosas. Un libro entretenido, con el que se puede estar de acuerdo o discrepar, pero que no deja indiferente. Bien escrito, argumentado y ameno. Con multitud de ejemplos de la vida real. Recomendado a todos los públicos.
Título: “Cien mejor que uno.”
Autor: James Surowiecki
Traductor: J. A. Bravo
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