El saber humano es como una casa con multitud de habitaciones. Unas son más grandes, otras más pequeñas, pero todas tienen su encanto. La mayor parte de las personas se pasean con desinterés, otras con displicencia, por un pequeño conjunto de salas. Otras van de aquí para allá, como abejitas, contando a todo aquel con el que se cruzan lo que sucede en las otras habitaciones. Los más raritos, incluso, le cogen cariño a una en concreto y hacen de ella su sala de estar o su rincòn de reflexiòn.
Esta casa, nuestra casa, tiene unas cuantas peculiaridades. Por ejemplo, las habitaciones no tienen dueño ni puertas, y son todas exteriores. Aunque, realmente, esto da igual, porque tampoco hay ventanas. Tan solo está el muro exterior, compuesto de multitud de materiales: algunas zonas son de cartón, otras de madera, ladrillo e incluso de acero… pero es imposible distinguirlas, puesto que todo él está pintado de un solo color.
Pues bien, la investigación científica consiste en entrar en una habitación, acomodarte en ella, escoger un rinconcito del muro exterior y darle cabezazos hasta hacer un agujero. Con la convicción de que, por supuesto, detrás habrá más muro del mismo color aburrido.
Y, a pesar de todo, la casa, nuestra casa, ha pasado a ser un poquito más grande, y ese momento es impagable.
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