Es mentira. Aquello de que “primeras impresiones son las que cuentan” es una falacia que nos cuentan los bellos para hacernos creer que lo que de verdad vale es la mirada de sopetón, la seducción por sorpresa y el subterfugio de la lindura de escaparate.
No hay nada más bonito que una segunda cita, cuando toda la ansiedad del rostro y el cuerpo ajeno todavía nos hacen dar saltitos y de pronto le vemos nuevamente y levitar se convierte en vuelo y la imaginación en confirmación.
Después de la primera noche, cuando la calentura deja paso a la tibieza y uno abre los ojos y por arte de birlibirloque te encuentras bebiendo del aliento ajeno, pidiendo que te devuelvan el propio y te das cuenta que ayer estabas besando al sapo y lo que te consume la boca ahora es lo real, en ese momento es cuando envías a hervir en aceite los tallos del Asparagus officinalis (mandas a freír espárragos, para los de la Logse) a las primeras impresiones y decides que no hay nada más bonito que poder asombrarte con lo conocido. Admirarte con lo que pensabas obvio. Al fin y al cabo, admirar (ad, acercar y mirar, ver, es decir, acercar lo que ves) es nada más y nada menos que conseguir que tus manos llegue hasta donde poses la mirada. Supongo que es por eso que me gusta más la cara oculta de la Luna: me hace creer que si la veo en fotos, quizás pueda ser el primero en rozarla.
El 7 de octubre de 1959, la sonda soviética Luna 3 obtuvo las primeras imágenes del lado oscuro de la Luna.
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