Nuestra lengua es un sofisticado dispositivo de detección química, con capacidad para distinguir centenares de moléculas y transmitir la información al cerebro. Gracias a estos receptores químicos, que los insectos tienen en las patas y los peces por todo el cuerpo, somos capaces de saber si algo nos puede provocar daño o sentir la necesidad de consumir un alimento a toda costa.
Todos estos pequeños detalles han sido moldeados por la evolución. En la lengua de un adulto, de unos 10 centímetros de longitud, se concentran unas 9.000 papilas gustativas que se distribuyen en varias zonas. Estos receptores funcionan como una especie de cerraduras que se ponen en marcha cuando las moléculas con la forma adecuada actúan como llave y disparan una señal concreta. En nuestro caso, existen unos receptores que se activan ante grupos denominados glucóforos y que son disparados por los azúcares y carbohidratos para causar la sensación de dulzor. Estos receptores ocupan una posición privilegiada en la lengua porque evolutivamente nos compensaba detectar y comer alimentos con altas cantidades de energía.
Seguir leyendo en: Rediseñando el mapa químico de la lengua: ¿es la grasa el sexto sabor?
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario