Reseña de Intelligence. All that matters, de Stuart Ritchie, John Murray Learning. 2015.
Hay algo peligroso en la ciencia del intelecto humano. Definir y cuantificar las capacidades mentales, tal y como pretende hacer la psicología diferencial, es algo farragoso para los antiguos, que ven el “alma racional” más bien como un préstamo divino, pero para los modernos la idea de que algo así como la inteligencia es medible, variable y heredable también choca con fuertes expectativas morales, dentro de una ya larga tradición de malentendidos, malevolencia y mitos sobre la psicología (Colom, 2000). Este pequeño libro de Stuart Ritchie, posdoctorado en la universidad de Edinburgo, es un buen remedio contra concepciones erróneas, pero muy extendidas, acerca de la inteligencia humana.
El “Factor G”
La ciencia moderna de la inteligencia está asociada con lo que llaman “análisis factorial”, una técnica estadística “usada para explicar las correlaciones entre las variables observadas en términos de un número menor de variables no observadas llamadas factores” cuyas bases fueron ideadas por un primo de Charles Darwin, Francis Galton (1822-1911), tal vez el primer científico social genuino.
Sin embargo, definir cualitativamente la inteligencia sigue sin ser sencillo, debido a que se trata de un concepto esencialmente matemático, como explica en detalle Arthur Jensen. Richtie recurre a una definición funcional de Linda Gottfredson: “La inteligencia es una capacidad mental general que, entre otras cosas, abarca la capacidad de razonar, planificar, resolver problemas, pensar de forma abstracta, comprender ideas complejas, aprender rápidamente y aprender de la experiencia”.
La inteligencia no se reduce al aprendizaje libresco o a algún tipo de capacidad académica restringida. Por el contrario, es una “propiedad que permite a la gente hacerlo bien en una multitud de diferentes test cognitivos”, apuntando a la existencia de una organización jerárquica de la mente. Charles Spearman (1863-1945) llamó “Factor G” a esta cualidad más elevada que el resto –en el sentido de que explica más cosas–, y actualmente se piensa que es capaz de explicar hasta la mitad en las diferencias en inteligencia que exhibe una población. G no lo explica todo, pero según Richtie, tampoco hay “inteligencias múltiples”, la popular idea propuesta por Howard Gardner en los años 80, que sigue sin tener un respaldo empírico suficiente.
Los psicólogos suelen distinguir además otra subestructura del intelecto, separando entre la inteligencia fluída, que implica “operar con cosas que no requiere un conocimiento previo”, como los tiempos de reacción medidos típicamente por los test, y la inteligencia cristalizada, una estructura que “descansa en la información que recolectamos en el mundo real”, como en la adquisición de vocabulario o de “cultura”. Mientras que la parte cristalizada aumenta de forma sostenida a lo largo de los años, el progreso de la parte fluida suele detenerse en la veintena. El CI parece ser bastante estable en la vida de una persona a menos desde los 11 años (Deary et al., 2005).
Lo que importa en la vida
Quizás lo más interesante o inquietante –según se mire– de la inteligencia humana es que no se trata de una capacidad decorativa. Influye en multitud de resultados vitales. Ser más inteligente se asocia positivamente con el desempeño en la escuela y con los años de escolarización –aunque tener un CI alto no asegura éxito en la educación, influye en la eficacia en el trabajo (también lo hace aunque en menor medida la inteligencia emocional) e incluso en la clase social: la gente más inteligente tiende realmente a tener una clase social más alta, aunque la correlación es inferior que en el caso de la educación. Es más, la inteligencia también es buena para disfrutar de una mejor salud, sufrir menos problemas psiquiátricos e incluso tener menos accidentes mortales. También parece afectar la expectativa de vida: los inteligentes viven más.
En parte, heredamos la inteligencia de los padres. Los estudios de gemelos muestran una heredabilidad muy alta para gemelos idénticos (0.80) y significativa para gemelos fraternos (0.55). Aunque no se conocen todos los detalles sobre la genética de la inteligencia, con toda probabilidad un rasgo humano poligénico –es decir, en el que están implicados multitud de variantes genéticas– es muy probable que las nuevas técnicas de análisis de genoma permitan descubrir qué variantes genéticas son responsables. Existen ya algunos resultados preliminares (Davies, G., et al, 2011).
Por supuesto, el entorno también influye. Según Ritchie, la inteligencia puede comprenderse incluso como un indicador sobre la igualdad social. Al menos en países donde hay grandes desigualdades en el entorno educativo, se ha evidenciado que la heredabilidad de la inteligencia tiende a ser mayor en la parte superior del espectro social. Es decir, la inteligencia está genéticamente más determinada en los niños que disfrutan de más privilegios sociales. Se sabe también que una dieta deficiente y la vulnerabilidad a algunos parásitos también pueden deprimir la inteligencia de los niños.
¿Una ciencia lúgubre?
El problema es que, aunque el entorno y las desigualdades sociales explican parte de la variación entre personas y grupos, la inteligencia se muestra en general como un rasgo humano muy estable, altamente heredable, y difícilmente modificable. Ni tan siquiera experiencias humanas catastróficas, como las consecuencias de un Tsunami, parecen alterar significativamente la carga genética del rasgo (Tatsuta, N. et al, 2015). Escuchar música de Mozart por desgracia no parece hacernos más brillantes, y los entrenamientos al estilo “brain training” tampoco tienen efectos reseñables. Tampoco el “efecto Flynn”, según el cual el CI viene aumentando a ritmo de 3 puntos por década, es una panacea. Este efecto por una parte podría haber alcanzado un techo en el mundo occidental, y también podría estar impactando en la parte menos heredable de la inteligencia, en lo que llaman “fenotipo inteligente”: “Estamos mejorando en aquellas habilidades complejas que son más relevantes educacionalmente, pero no en otras capacidades”. En este sentido, el debate sobre la disgenesia de la población está más abierto de lo que pudiera parecer.
Finalmente, Ritchie dedica unas pocas páginas a tratar el oleaginoso asunto de las diferencias raciales y sexuales en inteligencia. En resumen: las diferencias existen. Los hombres y las mujeres no difieren significativamente en los lugares medios de la distribución. Pero los hombres son genéticamente más variables que las mujeres, por lo que hay más varones en la parte extrema positiva y negativa de la inteligencia. Por otra parte, existen diferencias en test cognitivos sobre habilidades específicas. Un clásico: las mujeres tienden a ser algo mejores en los test sobre razonamiento verbal y los hombres tienden a ser algo mejores en los test sobre razonamiento espacial. Las diferencias entre razas y países en inteligencia han sido sistemáticamente estudiadas, del mismo modo que las individuales, aunque Ritchie despacha el asunto en media página, con un apunte de moderado escepticismo: “Los genes influyen en la inteligencia, pero esto no implica necesariamente que influyan en las diferencias en inteligencia entre grupos”.
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