Siempre he admirado a las personas que dedican su vida a la búsqueda de la verdad, a los que tienen dudas, tengan o no tengan fe; y siempre me han parecido odiosas las personas que, para chanchullear con el mundo, renuncian a buscar la verdad. A algunos de estos chanchulleros me los he encontrado departiendo sobre la tesis darwiniana del evolucionismo y los dogmas teológicos del cristianismo; enseguida, en cuanto los confrontas con esta espinosa cuestión, saltan como resortes: «No hay conflicto alguno entre evolucionismo y cristianismo». Y, ciertamente, no tendría por qué haberlo si ambos fuesen ciertos, porque la ciencia y la fe tienen el mismo fin, que es el hallazgo de la verdad, aunque sus procedimientos sean diversos (el método empírico en la ciencia, la Revelación en la fe). Pero la cruda verdad es que las tesis de Darwin y el dogma cristiano colisionan de frente. Esto es algo que todos los evolucionistas ateos o agnósticos con los que he conversado tienen clarísimo (en lo que, al menos, demuestran probidad intelectual); pero algo que los evolucionistas creyentes prefieren ignorar, en un ejercicio flagrante de deshonestidad intelectual. Ofreceré aquí, apenas esbozadas, algunas de estas colisiones insalvables:
1) Según el dogma cristiano, la Creación fue perfecta en un comienzo y la muerte apareció como consecuencia del pecado. Pero una cosa es afirmar que la perfección originaria de la Creación quedó luego degradada por el pecado, que hace inevitable la lucha por la existencia, y otra completamente distinta... ¡afirmar que esa lucha por la existencia habría sido el método elegido por Dios para llevar a cabo la perfección de la Creación originaria! El científico evolucionista Jacques Monod afirmó en cierta ocasión: «La selección natural es el medio más ciego y más cruel de desarrollar nuevas especies. La lucha por la existencia y la eliminación de los más débiles es un proceso horrible... Me sorprende que un cristiano quiera defender la idea de que este es el proceso que Dios estableció para realizar la evolución». En efecto, resulta inconcebible según la fe cristiana imaginar un mundo previo a la caída del hombre en donde la vida en la tierra estuviese regida por la selección natural. Sin embargo, parece evidente que la selección natural, según las tesis darwinianas, fue la ley que rigió la evolución de las especies desde que apareció la vida en la tierra, y no solo desde la caída del hombre, que necesariamente hubo de ser (según estas mismas tesis) muy posterior. Resulta llamativo que un científico ateo como Monod repare en esta paradoja y, en cambio, todos los científicos creyentes la soslayen.
2) Pero si la ley de la selección natural presupone un Dios cruel, mucho más cruel todavía resulta si tratamos de conciliar el dogma del pecado original con las tesis evolucionistas. En realidad, tal dogma solo resulta asumible desde una concepción monogenista de la especie humana, pues el pecado original es uno en origen y se transmite por generación, al modo de una enfermedad hereditaria. Pero la ley de selección natural exige aceptar el poligenismo: muchas, infinidad de parejas de homínidos progresivamente evolucionados que, a lo largo de los siglos, van transformándose hasta convertirse en seres humanos plenos. Aceptar que todo ese hormiguero de parejas pecaron sería tanto como defender un aciago determinismo y negar la libertad humana; o, todavía peor, aceptar que un Dios maquiavélico las creó sin libertad para resistirse al pecado. Si no fue una la pareja originaria, no puede concebirse la existencia del pecado original; y, si no hay pecado original, ¿para qué bautizar a los niños? Y, todavía más, si no hay pecado original, ¿qué sentido tiene la Redención de Cristo? H. G. Wells, en su Esquema de la historia, lo escribe sin ambages: «Si todos los animales y el hombre se han desarrollado mediante evolución, si no ha habido primeros padres, ni Edén, ni Caín, todo el edificio del Cristianismo, la historia del primer pecado y la razón de su expiación, se derrumban como un castillo de naipes». Y el publicista ateo G. Richard Bozarth lo dice de forma aún más descarnada: «El evolucionismo destruye por completo la razón por la cual la vida terrenal de Cristo habría sido supuestamente necesaria. Demoled a Adán y Eva y el pecado original y, entre los escombros, hallaréis los lamentables despojos del Hijo de Dios».
En Monod, en Wells y hasta en Bozarth puedo descubrir cierta probidad intelectual. No me ocurre así en los chanchulleros que pretenden que no hay conflicto alguno entre el evolucionismo y la fe cristiana.
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