“¿NADA MÁS QUE…?”
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La Neurociencia, al investigar el cerebro y los fenómenos más íntimos de la persona (pensamientos, decisiones, emociones, valoraciones, etc.) toca lo más esencial del ser humano, su supuesta dimensión de identidad libre y espiritual. Es decir, no se trata ya de cuestiones de análisis acerca ce lo que motiva el comportamiento humano, el carácter y el pensamiento de la persona humana, sino de la misma definición de ésta; y una definición que no sólo la identifique como individuo perteneciente a una especie, sino que exprese su misma esencia como humana.
Pretender que sólo la neurociencia –o en el caso de la moral, la neuroética- puede ofrecer una visión cabal del hombre nos pone ante un serio reduccionismo: Que el ser humano “no es más que...”
Recuerda José Ramón Ayllón que el esquema bioquímico causa-efecto permite explicar procesos como el sueño, el cansancio, el crecimiento y muchos otros. Pero es muy discutible que sea una explicación suficiente para comprender la conducta humana: “¿Fueron las neuronas de Einstein las que decidieron estudiar Física y proponer la teoría de la relatividad? ¿Pintaron las neuronas de Miguel Ángel la Capilla Sixtina?... Si la conducta de Hitler fue exclusivamente consecuencia de su actividad neuronal, los judíos no tienen motivos para odiarle. ¿Se concede el Nobel a una persona con méritos o a sus meritorias neuronas? ¿Están llenas las cárceles de neuronas asesinas y ladronas?...”
Para evitar este tipo de reduccionismos se impone la apertura a otros acercamientos serios al estudio y conocimiento del ser humano, con el fin de comprenderlo mejor. Esto implica, entre otras cosas, un rico diálogo interdisciplinar y una visión integradora.
Pero un diálogo interdisciplinar sólo es posible cuando quienes se proponen dialogar admiten la competencia del interlocutor.
Y mientras que la filosofía ha reconocido desde siempre el ámbito autónomo y válido de las ciencias experimentales (aunque es verdad que no siempre se ha interesado como debiera por sus resultados), la Ciencia moderna ha solido negar validez de verdad y de realidad a cualquier saber no empírico-material. Así como suele decirse que dos no pelean si uno no quiere, tampoco dos dialogan si uno no quiere.
A esto se suma que la neurociencia posee hoy un prestigio auténticamente deslumbrante y estos investigadores a menudo no ven ninguna necesidad de un diálogo que les aporte algo distinto. De manera que, cuando los defensores de la neuroética, por ejemplo, abogan por el diálogo interdisciplinario, es difícil evitar la impresión de que su objetivo es, más bien, colonizar nuevos ámbitos del saber y de la vida social.
En realidad, la discusión aquí es de gran calado, no sólo sobre el ser humano, sino sobre la naturaleza misma de la ciencia experimental. Así, la discusión acerca de la neuroética es también en gran medida una discusión metodológica sobre cómo mirar las preguntas esenciales sobre el ser y obrar humanos, sobre cómo plantearlas sin forzar aquello por lo que nos preguntamos, sobre cómo interpretar las hipotéticas repuestas sin desfigurar los datos de partida. Lo cual lleva lógicamente, a su vez, a replantearse más a fondo las cuestiones de contenido sobre la esencia de la persona humana.
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En definitiva, la neurociencia se aproxima a las grandes cuestiones de la antropología filosófica, y en particular la neuroética plantea abiertamente los problemas tradicionales de la bioética, pero a la vez aparecen las preguntas acerca de la naturaleza de la ciencia, de nuestro saber.
De entre éstas últimas, por ejemplo, ¿qué ciencias pueden y deben entrar en diálogo?, ¿sólo las ciencias experimentales entre sí o también otras formas de saber (como la filosofía) que en otro tiempo y sentido fueron consideradas asimismo como ciencias?; en el fondo, ¿a qué llamamos ciencia?, ¿qué significa saber?, ¿qué tipos de experiencia podemos considerar como fuente de saber; sólo la empírica de laboratorio o además otras?, ¿hasta qué punto es fiable, e incluso más segura, la intuición común que la demostración experimental?, ¿son dos modos de conocimiento realmente excluyentes o cabe a su vez una relación que favorezca la cooperación del conocimiento?...
Todo esto podría parecer una discusión simplemente académica o de matiz, pero está en juego cómo comprender la racionalidad y cómo tratar el objeto de la Neurociencia y la neuroética: el ser humano. Como botón de muestra, dentro del campo de la Psiquiatría (donde son insoslayables los dramas vitales y existenciales), piénsese en el progresivo abandono de la psicoterapia en favor de la psicofarmacología, que supone considerar a la persona cada vez más como puro ser biológico que como persona capaz, cognitiva y emotivamente, de dirigirse por un sentido de la vida.
Para terminar: Se ha hablado mucho de la reflexión e invitación al diálogo que brinda la neuroética como una oportunidad,como una necesidad y como algo difícil. Apuntemos ahora a su posibilidad. Pero tal vez la única manera de dialogar no sea tanto entre científicos por un lado y metafísicos o éticos por otro, sino más bien entre personas que antes hayan dialogado en su propio interior, por así decir. O sea, la unidad del saber (o de los saberes) pasa por su unidad en el interior de las personas, que es donde reside y desarrolla el saber.
Evidentemente, hoy no puede pretenderse una simultánea erudición científica y filosófica, pero sí una base y una actitud tanto científica como filosófica.
El hombre y la civilización necesitan una concepción unitaria y orgánica del saber. Éste es uno de los cometidos que el pensamiento deberá afrontar a lo largo del futuro inmediato. El aspecto sectorial del saber –la tremenda especialización que se viene produciendo en el ámbito de las ciencias y de sus aplicaciones-, en la medida en que comporta un acercamiento parcial a la verdad con la consiguiente fragmentación del sentido, impide la unidad interior del hombre contemporáneo y fomenta la tentación de absolutizar de forma incorrecta sólo determinadas parcelas del conocimiento en detrimento de las demás, con lo cual la visión de la realidad y de lo humano será inevitablemente sesgada, y las decisiones que se tomen al respecto seguramente poco congruentes con la dignidad del ser humano en su integridad.
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