Este artículo se publicó originalmente en Cooking Ideas, un blog de Vodafone donde colaboramos semanalmente con el objetivo de crear historias que «alimenten la mente de ideas».
Esa es la frase lapidaria que me contó un amigo que le decía un conocido a los pocos años de que «Internet acabara con su negocio». Los detalles no son relevantes: dejémoslo en que ese profundo sentimiento de odio proviene de alguien que tenía un próspero negocio tradicional.
Este buen hombre tenía una tienda. Allí vendía de cara al público y llevaba toda la vida haciéndolo. También localizaba e importaba productos más selectos que servía por correo postal a gentes de todo el país.
Su negocio era próspero y fácil de mantener. Con el tiempo se había labrado una buena marca: no había demasiado competencia y tenía la confianza de los clientes. Había estado en el momento justo en el lugar adecuado.
Pero un buen día surgió algo llamado Internet, que él no supo alcanzar a entender. O no le dio importancia, o no calculó lo que iba a suponer para su negocio. O, simplemente, pecó de arrogante.
Unos chiquillos montaron un negocio bastante parecido al suyo, pero no pudo hacer nada porque la competencia es libre. La tienda era «virtual» y tenía un extenso y detallado catálogo. La gente del mundillo acababa por encontrarla y podía ver y leer todo sobre cada uno de los productos disponibles.
Los precios no estaban mal y quien probaba repetía. Con el tiempo esa misma reputación que al protagonista de la historia le había costado años labrarse también la tenía la tienda de Internet. El hombre veía cómo sus clientes «emigraban» en masa.
Usando los argumentos tradicionales consiguió mantener a muchos de ellos: «te ofreceré un servicio más personalizado, aquí puedes venir y tocar, probar y hasta oler los productos; no tendrás problemas para cambiar cualquiera de ellos…» Lo cierto es que más o menos eso también sucedía en la tienda de Internet, y excepto para fanáticos del «olor» el resto era casi igual en un caso y en otro.
Al final, ambos negocios sobrevivieron, pero el primero quedó reducido a su mínima expresión: una sola tienda, los más viejos clientes, los productos «de toda la vida». La tienda de Internet en cambió prosperó más allá de lo imaginable, alcanzó cifras de facturación fabulosas y sus creadores hasta salían en los periódicos como un «caso de éxito».
«Cada mañana despierto deseando que Internet no exista», repetía el hombre. Creía estar en una mala pesadilla en la que el mundo se había vuelto al revés y le habían «quitado» lo que él merecía y más apreciaba: su negocio. Quería que todo siguiera igual, que nadie compitiera con él, no tener que adaptarse a los nuevos tiempos.
No quería verse obligado a cambiar: quería que el resto del mundo no cambiara para él.
Cuando me contaron esta historia me impactó la frase, pero también darme cuenta de que tal cual se podría aplicar a tantos y tantos casos y tantas y tantas tiendas a lo largo de los últimos años: libros, música, películas, agencias de viaje, líneas aéreas… Es, como se suele decir, la repetición de la historia de los fabricantes de hielo cuando se inventaron las neveras, de los conductores de caballos cuando surgió el coche, del vinilo frente al CD. Obsolescencia vs. novedad; anquilosamiento vs. flexibilidad; inmovilismo vs. adaptación al cambio.
«Cada mañana despierto deseando que Internet no exista», siguen diciendo uno, y otro, y otro más.
Ni siquiera entienden que Internet no va a dejar de existir.
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