El lapso que dura una vida humana —notablemente aumentado en los últimos años— se ha convertido hoy, en nuestro régimen de obsolescencia galopante dominado por el corto plazo, en lo más duradero que puede encontrarse sobre la tierra, y en la referencia última de todas las entidades "sobrehumanas" en las que en otros tiempos se buscaba amparo.
Desde este punto de vista, es del todo coherente que la cultura digital, que es por definición la más individualizada y adaptada a este régimen, tienda a configurarse de tal modo que fenezca toda ella cada vez con cada individuo, pues la perpetuidad es ahora vista como un horripilante disvalor. Que de esta manera nos hagamos conscientes de que, por mucho que intentemos disimularlo, para nosotros no hay nada más largo que la vida, es algo que tiene implicaciones existenciales y hasta filosóficas muy relevantes.
Pero ello no nos impide observar que, hoy por hoy, la mayoría de los ordenadores están aún conectados a una impresora (esa cosa mecánica, ruidosa y terrible que siempre se estropea cuando lo virtual se dispone a desembocar en lo real), es decir, que todavía, aunque sea como obsolescencias en peligro de extinción, existen estructuras político-jurídicas "analógicas". Las prácticas jurídicas (no las tecnológicas) de las empresas digitales que imponen a sus clientes condiciones leoninas nos muestran una vez más hasta qué punto la cultura digital es en su mayoría un servicio de low cost (con los mismos vicios de las aerolíneas así etiquetadas) cuyo comportamiento económico no puede disimular sus muchos defectos con la supuesta brillantez de sus tecnologías. Porque todavía no somos páginas de redes sociales.
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