Busco a mi creador allá en los cielos, a veces creo haberlo encontrado. La incertidumbre domina a cada momento. Y, mientras busco, algo nuevo crece sobre mí; ha estado allí por poco tiempo, pero su semilla me ha inundado por completo. Debí haber venido de alguna parte, y ahora pienso: a alguna parte debo de ir.
Aunque no es la respuesta a la pregunta que me había planteado, sí es una repuesta que me puedo dar.
Busco a mi creador allá en los cielos, hacia los que me extiendo por primera vez. Mi consciencia se expande hacia donde no había estado antes. Una pequeña mota se aleja del resto y me desgarra. Mi mente se encuentra en dos lugares a la vez, distantes entre sí.
Me observo desde fuera por vez primera, ese es mi cuerpo, ese soy yo, colgando en medio del vacío en el que he nacido. Nunca imaginé verme desde fuera. Soy tan pequeño. Y, mientras me extiendo, encuentro a mi paso mentes como la mía, seres vivientes que me hablan en otros idiomas. Entiendo algunas de sus palabras y me esfuerzo por formular una pregunta. “¿Alguien ha visto a nuestro creador?”. Recibo una respuesta que es la misma en casi todas las lenguas: “No”.
Estoy a punto de extenderme de nuevo. Todo ha ocurrido demasiado rápido. Mi cuerpo se encuentra escindido pero unido a la vez. La comunicación entre los dos fragmentos de mi mente se dificulta a cada momento, la luz apenas cubre el espacio entre ellos.
Contemplo una minúscula protuberancia sobre mi cuerpo, hace apenas un instante no estaba allí, la observo y la palpo. La palpo con mis vientos, con mi tierra, con mi lluvia y mis animales, la palpo con aquellas manos de cinco dedos con las que la he erigido. La pequeña protuberancia se levanta de mi tierra, sacude mis árboles, ahuyenta mis aves, y levanta el vuelo tras el fragmento que ya se encuentra muy lejos de aquí.
Mi consciencia se expande de nuevo. Palpo el vacío, los rayos cósmicos, el soplido de la luminaria que me impulsa radialmente hacia afuera, alejándome de ella. Ella no me dio la vida, pero permite que la vida siga sobre mí.
He llegado muy lejos, los dos filamentos de mi consciencia, de mi cuerpo, se alejan cada vez más respecto al que antes había sido mi todo, que, ante mi nueva extensión, ahora me parece muy limitado. Ya no encuentro a mi paso mentes como la mía, el espacio parece un lugar carente de vida. Pero pronto percibo un punto en el cielo que crece hasta un disco, gris contra el negro absoluto. Ahora que he visto mi cuerpo desde fuera, me parece que el disco se parece a mí. Intento comunicarme con él, hablando en todas las frecuencias, pero no recibo respuesta, ni siquiera un balbuceo incomprensible, sólo la estática del fondo cósmico. Su superficie, a diferencia de la mía, parece gris, vacía, sobre él no sopla viento ni cae agua, no crece vegetación, pero el agua congelada lo cubre y en su interior el metal fluye, generando un escudo que lo envuelve con debilidad.
Los filamentos de mi consciencia llegan hasta aquel cuerpo sin vida, me poso sobre él, lo palpo desde todos los ángulos. Mis dos filamentos se convierten en decenas, luego en miles, abarcándolo todo. Mis manos de cinco dedos se multiplican a la vez. Y mis filamentos, y mis manos, que no son más que pequeños filamentos, comienzan a obrar sobre aquel cuerpo sin vida.
Sobre su superficie previamente despoblada, los vientos soplan por primera vez, el hielo de agua se funde, esparciendo su caudal por todo su cuerpo sediento, las nubes se arremolinan en lo alto y descargan su lluvia sobre la tierra. Mis filamentos depositan, sobre aquella tierra, seres microscópicos que logran perdurar en ese nuevo ambiente, luego llegan las primeras plantas, los primeros animales. Aquel cuerpo, antes sin vida, ahora habla con voz propia, la voz de los seres cambiantes que habitaban sobre ella. Me sorprendo al escuchar su voz, tan diferente de la mía. Puedo entender lo que dice, son palabras de agradecimiento. Me alababa como si fuese su dios.
“A imagen y semejanza tuya me has creado”, dice con todos sus elementos. “Trajiste hacia mí el aire, el agua, las plantas y los animales, has animado mi estéril cuerpo. Si no eres dios, entonces ¿quién eres?”
“He buscado a mi creador allá en los cielos”, le respondo, “y aún no lo he encontrado”. Lo observo. Se parece tanto a mí. El resto de mi cuerpo, tan lejos de este lugar, se estremece mucho tiempo después. “Mi nombre es Marte”, le respondo, “¿cuál es el tuyo?”
“Plutón”.
Mi cuerpo se extiende por tercera vez. Dejo atrás al pequeño Plutón, aunque una parte de mí se queda con él, vive con él, se funde en él. Parto en busca de mis propias respuestas. Y mientras me extiendo por lugares donde nunca antes había estado, observo que la mente de Plutón se extiende a su vez, en busca de sus respuestas. Sus filamentos alcanzan a un cuerpo sin vida, aún más pequeño que sí mismo, y lo sopla con su aliento. El nuevo cuerpo vive y tiene nombre, y con la potencia de sus elementos alaba a Plutón, que ahora tiene que explicarle que él no es dios.
Los filamentos se extienden hasta donde no llega la vista, no son sólo los míos sino los de un millar de seres. Dentro de esos filamentos, viajan los emisarios con manos de cinco dedos que han surgido apenas un momento atrás. Veo con los ojos de uno de mis emisarios, que contempla un mapa celeste frente a él. En un punto cerca del centro de mapa, un disco de luz azul se agranda hasta mostrar un inmenso océano tapizado de verde y marrón. Mi emisario lo llama Tierra, a mí... se me asemeja a un dios.
Extendemos nuestros cuerpos, nuestras mentes, en busca de nuestras propias respuestas. Esparcimos la vida a nuestro paso, a nuestra imagen y semejanza. Y aunque no es la respuesta a la pregunta que nos habíamos planteado, sí es una repuesta que podemos dar.
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