LA CIENCIA Y LA LITERATURA COINCIDEN EN SU ENRAMADA: CAMINAR ES UN REFINADO HÁBITO QUE CONTRIBUYE A GENERAR LAS MEJORES IDEAS DE LA HUMANIDAD.
La sabiduría popular nos dicen que cuando queremos destrabar nuestra mente es apropiado salir a caminar y tomar aire. La idea de que caminar nos hace pensar mejor o al menos pensar diferente está profundamente arraigada; uno puede intuir claramente que un ambiente despejado como el que se experimenta extramuros despeja también a la mente.
Son muchos los filósofos, científicos y artistas que han cultivado la costumbre de caminar como parte de su disciplina creativa. “Creo que en el momento que empiezan a mover mis piernas mis pensamientos empiezan a fluir”, escribió Henry David Thoureau, es novelista y naturalista que famosamente encontró en el bosque el alimento de su literatura (y de su psique). Nietzsche incluso se aventuró a decir que “todas las grandes ideas se concibieron caminando”. En su artículo sobre la ciencia de caminar, Ferris Jabr, nos dice que Thomas DeQuincey calculó que el poeta William Wordsworth caminó unas 80 mil millas en su vida (y en esas caminatas cientos de semillas de poemas). El mismo DeQuincey que en su libro sobre Kant narra cómo las caminatas habituales del filósofo alemán fueron instrumentales en la formulación de su pensamiento crítico.
Caminar y escribir parecen estar inextricablemente ligados, como dos procesos paralelos que forman una continuidad entre la mente y el cuerpo. No sólo caminar por el bosque y encontrar ese sosiego para el alma, o esa medicina verde que brinda la paz del entendimiento, también caminar por las ciudades y entablar una relación con los relatos ocultos de todas las personas que aparecen en nuestro camino (que se convierte un teatro mental, un laberinto que se desenreda escribiendo). Baudelaire cultivo el arte de perderse en las ciudades, el deleite de dilatarse en la contemplación. “La gastronomía del ojo”, según Balzac. Esto es lo que se conoce como la flânerie: la divagación como un estado alterado de conciencia que permite procesar la información del entorno con otra sensibilidad, apilando un cauce narrativo en la misma lánguida zancada.
Como ocurre en nuestra época con casi cualquier cosa, la ciencia ha medido los efectos que tiene la caminata en el cuerpo y en el funcionamiento cognitivo. Al caminar, aumenta el flujo de sangre a los músculos y a los órganos –incluyendo el cerebro (la lucidez puede verse como un fenómeno aerobico y no por nada los escritores son “atletas de la palabra”). Ferris Jabr agrupa en The New Yorker una serie de estudios que indican que caminar promueve nuevas conexiones cerebrales –que son luego nuevas conexiones literarias– incrementa el volumen del hipocampo (una región asociada con la memoria) y fortalece el tejido cerebral que suele desgastarse con la edad.
A su vez la forma en la que movemos nuestro cuerpo altera la naturaleza de nuestros pensamientos. Existe lo que se conoce como la memoria dependiente del estado: el patrón específico de excitación presente en el cerebro en el momento del aprendizaje se vuelve un componente integral de la información almacenada. Este patrón está determinado por diferentes condiciones, entre ellas la postura en las que nos encontramos, las sustancias químicas que secretamos y el entorno en el que nos situamos. Así caminar por el bosque o escribir ante una computadora tomando café suelen generar una concatenación de memorias particulares que es también un ritmo cognitivo. Se ha demostrado que, por ejemplo, una postura anatómica abierta, expansiva –ejemplo de dominación entre los mamíferos–, inmediatamente reduce el nivel de cortisol e incrementa la testosterona, cambiando evidentemente nuestro estado mental. O que escuchar canciones con muchas pulsaciones por minuto nos motiva a correr más rápido; lo mismo ocurre cuando se le sube a la música en un auto: el conductor suele manejar más rápido. Ferris Jabr considera que:
Caminar a nuestro propio ritmo crea un circuito de retroalimentación sin adulterar entre el ritmo de nuestros cuerpos y nuestro estado mental que no podemos experimentar tan fácilmente cuando corremos en un gimnasio, manejamos un auto o andamos en bicicleta o en algún otro tipo de locomoción. Cuando caminamos, el paso de nuestros pies naturalmente vacila y se sincroniza con nuestro estado de ánimo y la cadencia de nuestro diálogo interno; al mismo tiempo, podemos cambiar el ritmo de nuestros pensamientos de manera deliberada al caminar más rápido o ir más despacio.
Podemos tal vez entonces leer de alguna manera el pensamiento de los demás al observar cómo caminan, ese ritmo en el andar debe de ser algo que también ocurre en su proceso interno.
Un estudio reciente realizado por los investigadores Marily Oppezzo y Daniel Schwartz de la Universidad de Stanford comparó diferentes habilidades cognitivas en un grupo de estudiantes mientras caminaban o mientras estaban sentados. Los resultados de este meta-experimento (la idea de hacerlo surgió justamente en una caminata), muestran que las personas son más creativas o tienen mayor capacidad para desarrollar ideas novedosas y metafóricas cuando están caminando. Sin embargo, caminar puede ser contraproducente cuando se quiere concentrarse en algo específico: “si estás buscando una sola respuesta correcta a una pregunta, probablemente no quieres todas esas ideas brotando por ahí”, dicen los autores.
Podemos también modular la caminata para generar diferentes tipos de raudales creativos. No es lo mismo caminar por una zona urbana agradable pero llena de información y atestada de individuos de nuestra misma especie, que caminar por un bosque en el que la información es también bastante abundante pero de otro tipo o incluso caminar por un desierto donde disminuye el nivel de información –el cerebro se mueve por diferentes bandas de estímulos y accede a diferentes regiones.
Caminar y pensar o caminar para pensar, he ahí un binomio simbiótico que atraviesa la historia; pocas cosas más refinadas y secretamente vitales para la creación en la cultura humana.
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