La inteligencia abstracta es lo que más nos diferencia de los restantes animales. Su origen continúa siendo un misterio sujeto a debate. Hay quienes afirman que emergió paulatinamente. En este sentido se ha propuesto que incorporar la carne a la dieta de los homínidos pudo haber sido el detonante que la hizo surgir. Pero esta hipótesis tiene sus lagunas.
Resulta evidente que la gran diferencia entre los humanos y los demás primates radica en la inteligencia abstracta que tenemos; y, sin embargo, aún no existe una definición de la inteligencia en la que todos los especialistas implicados desde los múltiples campos de saber humano estén totalmente de acuerdo. De hecho, algunos científicos incluso creen que jamás podrá lograrse
De todos modos no podemos evitar preguntarnos: ¿Cuándo empezamos a ser inteligentes los humanos? ¿Cómo apareció nuestra inteligencia? ¿Lo hizo paulatinamente o de forma abrupta? El debate, lejos de estar resuelto, sigue siendo motivo de controversia. A partir de finales de los ochenta del siglo pasado, pero sobre todo en los noventa, fue tomando cada vez más cuerpo una explicación de corte naturalista emergentista, en la que algunos científicos sugerían que un cambio en la dieta de los homínidos que introdujo el consumo relativamente abundante de carne habría dado lugar a cerebros más grandes en los que habría podido empezar a emerger la inteligencia.
Entre estos científicos destacan Leslie C. Aiello y Peter Wheeler (Aiello & Wheeler, 1995). Según estos autores, individuos con cerebros relativamente grandes tendrían la inteligencia mínima para ser los primeros en fabricar herramientas con las que romper las cañas de los huesos para poder acceder al tuétano, en donde se hallan los nutrientes más energéticos. De este modo, una alimentación rica en grasas animales y en proteínas permitiría un aumento progresivo del volumen cerebral. Y con dicho incremento, un desarrollo progresivo de la inteligencia. En España esta tesis llegó al campo de la divulgación científica de la mano de Juan Luis Arsuaga a través de su libro: Los aborígenes. La alimentación en la evolución humana (Arsuaga, 2002).
No cabe duda de que la incorporación, en cantidades importantes, de productos alimenticios de origen animal a la dieta de los homínidos supuso el primer gran cambio en la historia de la alimentación humana. Es posible que los australopitecos ya carroñearan algo, de hecho los chimpancés cazan colobos rojos de tanto en tanto, e incluso se afirma que Orrorin tugenensis, hace seis millones de años, ya consumía algo de carne procedente del carroñeo. Pero fueron Homo habilis y Homo rudolfensis los primeros en incorporar cantidades de carne relativamente grandes a la dieta de los homínidos, procedentes del carroñeo activo.
La sustitución de una dieta casi exclusivamente vegetal (como la que tenían los australopitecos), muy rica en celulosa, por otra en la que la carne, rica en proteínas, desempeñaba un papel esencial (como la que adquirieron los primeros humanos y, a partir de ellos, todas las demás especies de Homo), ciertamente facilitó el aporte energético necesario para que aumentara el volumen del cerebro y disminuyera la longitud de los intestinos.
A partir de este dato empírico, algunos han querido ver en este cambio de orientación en la dieta de los homínidos la causa remota del origen de la inteligencia humana (Leonard, 2002). Los hay también que, yendo un paso más allá de la tesis citada, sostienen que la alimentación jugó un papel tan importante en la evolución humana como para ser la causa de la aparición del lenguaje oral (Richard Byrne, entrevista en La Vanguardia, 16.X.2002).
Sin embargo, la teoría de que comer carne contribuyó de forma esencial a que fuéramos inteligentes no es unánimemente aceptada. Por ejemplo, el genetista Stephen Oppenheimer se pregunta por qué los carnívoros por antonomasia, como los leones o la hienas, no han desarrollado una inteligencia como la nuestra (Oppenheimer, 2004). Oppenheimer observa que “para establecer una conexión directa entre dieta carnívora, empeoramiento del clima y crecimiento encefálico necesitaríamos hacer comparaciones con primates exclusivamente vegetarianos del mismo entorno y del mismo período”. Como no tenemos cráneos fosilizados de primates no homínidos de menos de ocho millones de años de antigüedad, es fácil ver las dificultades a las que nos enfrentamos a la hora de establecer hipótesis en torno a los factores que desencadenaron el gran aumento del tamaño del cerebro.
En fin, ¿por qué creció nuestro cerebro y no el de otros carnívoros por excelencia? Se ha respondido que el aumento del cerebro se pudo deber al carácter social de los primates, pero: “el cerebro del aye aye tiene, con mucho, el mayor tamaño relativo encontrado entre los prosimios, con un valor próximo a la media de los primates no prosimios. Pero posee hábitos solitarios, de modo que la complejidad social no puede explicar su cerebro sobresaliente” (Martin, 2000).
Por otra parte, no todos los científicos están de acuerdo en que el cerebro humano no haya hecho otra cosa más que crecer en los últimos dos millones y medio de años. Robert D. Martin afirma que: “cada vez hay más pruebas de que el cerebro de los componentes de nuestra propia especie Homo sapiens era antes mayor que ahora”, concluyendo que “los cambios de mayor trascendencia para la sociedad humana han ido acompañados de un descenso progresivo de nuestro tamaño cerebral” (Martin, 2000).
Además, la hipótesis del surgimiento de la inteligencia por consumo de carne representa un razonamiento circular. Según esta hipótesis, el consumo de grandes cantidades de carne sería posible gracias al hecho de tener unos cerebros voluminosos que permitirían tener el mínimo de inteligencia para poder fabricar las herramientas que posibilitarían descuartizar y descarnar los restos de grandes animales. Pero no hay que olvidar que el presupuesto básico de esta hipótesis es que los grandes cerebros se consiguen tras consumir carne. En definitiva: la conclusión de la hipótesis es, también, la premisa de la que se parte. Arsuaga ya se había dado cuenta de esto mismo al afirmar que este tema es como la pescadilla que se muerde la cola (Arsuaga y Martínez, 2006).
Tras distinguir entre un escenario evolutivo hipotético y lo que es una verdad científica firmemente establecida a partir del análisis de datos objetivos, cabe afirmar que la ciencia aún no puede, hoy por hoy, determinar cómo surgió la inteligencia humana.
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