4 feb 2014

El mito del votante racional



Sólo en época reciente, y no en todas partes, se ha llegado al casi convencimiento de que la democracia y la soberanía popular son las únicas formas legítimas y racionales de gobierno. Hasta el punto de que algunos analistas políticos dividen hoy el mundo en función del cumplimiento de este ideal político. El “índice democrático”, por ejemplo, clasifica desde 2006 a las naciones en cuatro grandes regímenes: democracias plenas, democracias fallidas, regímenes híbridos y regímenes autoritarios. Sólo el 15%, según sus criterios, pueden calificarse como “democracias plenas” mientras que el 30% de los países aún se consideran “regímenes autoritarios”.
Captura de pantalla 2014-02-03 a las 22.45.33Este fervor democrático moderno, o más bien posmoderno, contrasta con actitudes históricas menos entusiastas. De hecho el clima intelectual sólo empezó a favorecer el ideal democrático en Europa a partir del siglo XVII, y no sin cruentas resistencias, tal y como documenta Jonathan Israel (Enlightenment contested. Philosophy, modernity and the emancipation of man (1670-1752). Oxford University Press. 2006). Los ilustrados “radicales” eran más favorables a la república y la democracia, lo cual sentaría las bases ideológicas de las revoluciones liberales, pero la mayoría de los ilustrados moderados se resistieron. Incluso un “radical” como Holbach ponía sus esperanzas en que un “monarca bienhechor y justo”, no un gobierno popular, implantara por fín lo que llamaba etocracia.
Además de los argumentos morales de los ilustrados, los científicos políticos han creído hallar más recientemente un fundamento racional en el sistema democrático. Esta aproximación reconoce que la mayoría de los votantes en realidad no toman decisiones informadas, pero consideran que en su conjunto actúan como “ignorantes racionales”. Los “científicos” políticos llaman a esto “milagro de la agregación”. Puesto que buena parte del electorado toma las decisiones más o menos al azar, o basándose en conocimiento incompleto (o erróneo), en último término es una minoría ilustrada quien decanta la balanza hacia el lado correcto. No importa lo “borregos” que sean los votantes en general, por lo visto una minoría virtuosa terminará tomando las decisiones justas.
Frente a esta milagrosa ignorancia colectiva, Bryan Caplan, profesor asociado de economía en la universidad de George Manson (The myth of the rational voter. Why democracies choose bad policies. Princeton University Press. 2007) , propone investigar el lado oscuro de la democracia: los errores sistemáticos de los votantes. Parece rescatarse así el espíritu de Mencken: “La democracia es la patética creencia en una sabiduría colectiva basada en ignorancia individual”.
¿Son estos errores sistemáticos relevantes para evaluar la democracia? Según Caplan, los sesgos antimercado, antiextranjeros o pro-trabajo (“Make-work”) son plagas sistemáticas de los votantes y, apoyándose en los planteamientos de Kahneman o Tversky, pretende desentrañar algunas falacias económicas y sesgos cognitivos que afectan específicamente a las decisiones de los votantes en una democracia. El extracto del libro de Jose Luis Ferreira que publico en tercera-cultura no anda muy lejos de estos planteamientos.
Aunque la ideología anarocapitalista y su liberalismo de “fronteras abiertas” probablemente nubla el análisis de Caplan, así como su propuesta de sustituir el “fundamentalismo democrático” por un modelo basado en decisiones privadas, el caso contra la racionalidad de los votantes tiene interés. Para Caplan los datos de las encuestas que comparan la opinión pública, experta e “ilustrada” muestran errores y brechas sistemáticas: “prácticamente no hay un área donde las diferencias sean enormes”. En lugar de “ignorancia”, paliable mediante más información, quizás deberíamos hablar de la irracionalidad del votante. Incluso de su estupidez. A diferencia de las decisiones “estúpidas” que los consumidores toman con frecuencia en el mercado, las decisiones de los votantes podrían ser sistemáticamente irresponsables, debido a la falta radical de incentivos para actuar racionalmente. Es más, de acuerdo con Caplan, los votantes norteamericanos no sólo toman decisiones sistemáticamente estúpidas sino que los resultados sociales tal vez empeorarían si las políticas reales estuvieran mejor ajustadas con las preferencias generales de los votantes. Más democracia no es la solución cuando las decisiones de la mayoría dependen dramáticamente de errores sistemáticos.
La impresión general que deja este libro es que los errores sistemáticos de los votantes constituyen un campo de estudio científico más que legítimo, especialmente en el ambiente ideológico dominante. Pero las conclusiones no pasarán de ser prematuras antes de que el trabajo no se arrebate de las manos de ideólogos y se entregue a científicos más liberados de agendas políticas demasiado particulares.
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