12 abr 2017

La delgada línea roja entre ilusión y realidad


Pensadores, filósofos y teólogos llevan siglos construyendo complejas teorías acerca de la religión, el cómo y su porqué, explicaciones que casi siempre implican apelar a nobles sentimientos y a etéreos conceptos, pero la realidad puede ser mucho más prosaica tal y como está desvelando la ciencia.
Lejos de las artificiales construcciones teóricas que se han ido desarrollando a lo largo de los siglos para justificar el hecho de que la religión es un elemento fundamental de sociedades de toda época, se puede observar que toda creencia espiritual (independientemente de los ritos particulares a los que cada grupo de acólitos rinda homenaje) pivota sobre el siempre insatisfecho deseo humano de ser un ente especial, dentro de este increíblemente complejo planeta, que orbita alrededor de una pequeña estrella de la periferia de una galaxia nada llamativa, que está ubicada en un insignificante rincón de un vastísimo y casi inconcebible universo.
Pero ¿cómo pueden unos seres dotados de un poderoso cerebro capaz de racionalizar, de entender y de desentrañar complejas relaciones científicas llegar a la conclusión de que existe un mundo alternativo a la percepción material cotidiana? Pues aunque pueda parecer sorprendente, por una mezcla de sugestión y malfuncionamiento de ese mismo cerebro.
El cerebro humano es un órgano perfectamente engrasado por la selección natural para la búsqueda de patrones. Así esta cualidad permitió a nuestros antepasados sobrevivir y prosperar en el entorno hostil de nuestra sabana ancestral al detectar esas muchas veces sutiles señales que relacionaban hechos aparentemente inconexos: ciertos ruidos podían indicar la presencia de un depredador o por el contrario de una presa, siguiendo a determinados animales se puede obtener agua en un paraje desértico, el movimiento de las estrellas sobre la bóveda celeste da cuenta del paso de las estaciones y por tanto de los diversos tipos de comida, etc. Por supuesto que este tipo de razonamiento no es infalible, pero en principio asociar algunos patrones erróneos no implica un gran problema siempre que estos fallos no pongan en riesgo la vida de los que los cometen, de tal manera que después de varios cientos de miles de años de prueba y error, los sapiens poseían un conjunto de comportamientos adaptativos para la supervivencia junto con otros no tan útiles.

Añádase ahora un segundo elemento característico del cerebro humano. Como animales sociales que son los sapiens, gran parte del desarrollo cerebral se ha especializado en reconocer caras y lo que es más importante, a reconocer expresiones osentimientos particulares en esas caras. Así numerosos experimentos científicos han demostrado que los bebes son unos grandes fisonomistas capaces de interpretar correctamente los gestos, primero de su madre y después de todos los adultos que les rodean. El valor evolutivo de esta adaptación es evidente, un niño pequeño que interpretara adecuadamente el miedo, el enfado o la alegría de sus progenitores tendría muchas más posibilidades de sobrevivir en un mundo ancestral plagado de peligros, en donde muchas veces no había tiempo para explicar las cosas y en donde tampoco existían los derechos de los niños y por tanto no sólo era factible, sino que muchas veces era además adaptativo, dejar de (mal)gastar esfuerzo y energías en seguir cuidando y alimentando a un vástago que se comportara incorrectamente. Es por ello que los humanos vemos caras en cualquier fenómeno u objeto que guarde unas mínimas proporciones, fenómeno denominado pareidolia o que tengamos la tendencia a extrapolar comportamientos humanos a los animales o a los fenómenos naturales en cuanto se asemejen mínimamente a nosotros. Y de ahí al animismo no hay más que un paso.
Pero para que aparezca la religión tal y como la conocemos en la actualidad falta todavía un elemento crucial: el mundo espiritual, resultado de la mezcla de dos fenómenos. El primero el sueño. Durante más de un siglo los antropólogos han documentado ampliamente la importancia del sueño como una fuente primaria para las ideas y prácticas de los pueblos tradicionales de todo el mundo. Así, en muchas de estas sociedades los sueños son considerados una evidencia directa y vivencial de un reino espiritual, de tal manera que los miembros de estos pueblos interpretan sus sueños como una prueba de que el alma del soñador deambula fuera del propio cuerpo y se relaciona con dioses y seres espirituales del mundo supernatural. Y el segundo elemento clave del mundo espiritual es la presencia de mediadores de lo divino. Es bien conocido que a lo largo de la historia diferentes profetas, santones y similares han presentado evidentes síntomas de enfermedad psiquiátrica: el Jesús cristiano que se creía hijo de una paloma y una zarza, la más que sospechosa conversión de Saulo de Tarso tras un accidente equino o esa pobre abulense llamada Teresa que mezcló delirios, alucinaciones y represión sexual en un cóctel más que explosivo.
Sin embargo lo que hasta ahora no quedaba claro es como esos pobres enfermos eran capaces de convencer a miembros mentalmente sanos de su especie, que vivían en sociedades mucho más estructuradas que las bandas animistas de cazadores-recolectores de esa increíble, y sobre todo invisible, patraña de espíritus o demonios. Pues bien, un estudio publicado hace un par de años en una prestigiosa revista de psiquiatría viene a poner un poco de luz sobre este tema.
Los autores del mencionado trabajo seleccionaron un extenso grupo de más de 31.000 personas provenientes de 18 países diferentes, individuos sin ningún historial previo de enfermedad psiquiátrica o de consumo drogas (ya que es ancestral el conocimiento de que numerosas sustancias naturales son capaces de alterar los estados de conciencia), y encontraron muy llamativamente que un nada despreciable 6% de estos individuos en principio sanos y normales indicaron que habían sufrido alguna vez episodios de severas alucinaciones que incluían el oír claramente voces dentro de sus cabezas u observar “seres o fenómenos” que nadie en su entorno era capaz de ver. Aunque de ellos un tercio solo habían tenido una de estas “experiencias” a lo largo de su vida, otro tercio de los estudiados reportaba entre dos y cinco de estos episodios y por tanto, el tercio restante de sujetos había tenido innumerables “contactos” con el más allá. Casi increíble, personas que en principio desarrollan una vida normal, luego resulta que pueden llevar años viendo, oyendo y quizás comunicándose con fantasmas, apariciones y espíritus varios sin haber sentido en ningún momento la necesidad de buscar consejo médico alguno. Y no olvidemos que esto ocurre en el civilizado siglo XXI, por lo que no es nada difícil de imaginar lo cotidiano que tenía que ser en épocas pretéritas el que las personas hablaran de sus “relaciones” con el más allá.
Entonces los datos de este estudio estarían indicando que no existe una línea definida entre la realidad y la ficción, sino que más probablemente existe un continuo psicológico: primero las personas totalmente sanas, a las que su cerebro nunca les juega malas pasadas y luego un conjunto de individuos que tienen cerebros cada vez más y más predispuestos a “detectar” entidades que no existen y a convivir con ellas en mayor o menor medida, parece ser que con total normalidad para sus vidas (y no lo olvidemos para la de sus más cercanos allegados) hasta llegar finalmente, por supuesto, a los clásicos enfermos mentales que pasan la mayor parte de sus vidas sino toda atrapados en el mundo virtual que ha creado su propio cerebro enfermo.
En resumen, a la vista de este estudio ahora es más fácil entender cómo, partiendo de un profeta claramente enfermo puede irse expandiendo el sustrato mágico-religioso entre una población más o menos susceptible, personas que por sus propias experiencias previas pueden estar ya predispuestas a ser más receptivas, tolerar, comprender o incluso ansiar esos más que infantiles cuentos sobre ángeles, demonios y espíritus varios.

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