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27 ago 2014

Diferencia entre ser culto y ser inteligente

EL CONFLICTO ENTRE CULTURA E INTELIGENCIA PERSISTE. SIN EMBARGO, LA OBRA Y AUN LA VIDA DE SAMUEL BECKETT PODRÍAN AYUDARNOS A RESOLVERLO


“Ser culto” y “ser inteligente” se consideran estados distintos del intelecto. Uno se refiere a la “cultura” que posee una persona y el otro tiene connotaciones un tanto más científicas, como una característica casi fisiológica que puede medirse y cuantificarse.
Así, alguien es culto por los libros que ha leído y recuerda, por la calidad de su vocabulario, por las películas que ha visto e incluso por los viajes que ha realizado. Culto es aquel que se ha cultivado, como un campo, para obtener para sí los mejores frutos de la civilización. Desde una perspectiva en la que se combinan los proyectos más ambiciosos de Occidente —de los valores de la antigüedad clásica al humanismo del Renacimiento, el cristianismo y la Ilustración—, una persona culta también es compasiva, empática, solidaria, amable y quizá hasta sabia. En pocas palabras, hay toda una corriente de pensamiento que ha defendido que el ser humano se vuelve tal sólo gracias a la cultura.
La inteligencia, por otro lado, se ha pensado y estudiado sobre todo como una cualidad inherente al hombre como especie. Nuestra inteligencia es resultado de la evolución y, por lo mismo, todos los individuos la tienen. Desde un punto de vista científico, la inteligencia explica que seamos capaces de leer o ver una película, pero también sumar o restar cantidades, y que podamos manejar un automóvil o atrapar una pelota.
Curiosamente, por razones que no son del todo claras pero quizá se expliquen por el clasismo de ciertas sociedades, en ciertas circunstancias la cultura y la inteligencia pueden aparecer enfrentadas. Dado que la cultura se convirtió en un bien asociado a las clases privilegiadas —la nobleza o la burguesía, por ejemplo—, también se ha utilizado como una suerte de discriminador, una forma de distinguir entre una persona que tuvo acceso a dicha cultura —a ciertos libros, ciertas escuelas, ciertos viajes— y otra que no. Cuando la cultura se usa de esa manera, es previsible que se convierta en una categoría deleznable.
De ahí que surja entonces el “ser inteligente” como una especie de defensa: quizá no todos seamos cultos, pero indudablemente todos somos inteligentes. Para algunos no tener cultura se compensa con el hecho de, por ejemplo, poder resolver problemas con facilidad, o vivir con sencillez, sin crearse esos laberintos absurdos en los que a veces se mete la gente culta.
Sólo que ninguna categoría es mejor que otra. Desafortunadamente, es cierto que tanto la cultura como la inteligencia están relacionadas con la desigualdad inevitable del sistema de producción hegemónico. La desnutrición, por ejemplo, tiene efectos sobre el desarrollo cognitivo de un niño, y sabemos bien que hay sociedades más desnutridas que otras. Igualmente la cultura, a pesar de todos sus sueños humanistas, se ha convertido en un producto de consumo, lo cual provoca que surja y se destine a personas que puedan adquirirla.beckett-godot
Quizá por eso hay un punto en el que ser inteligente parezca más atractivo que ser culto. ¿Para qué cultivarse, si la cultura también sirve para humillar y diferenciar? ¿Para qué cultivarse si, con eso, también se alimenta esa maquinaria despiadada de producción-consumo-deshecho? Conflictos en donde la cultura está involucrada y, por eso mismo, no parece probable que sea un camino para solucionarlos.
¿Y la inteligencia? Quizá ahí se encuentren otras posibilidades. A pesar del dicho de Proust —“Cada día atribuyo menos valor a la inteligencia”—, quizá la inteligencia sea ese salvoconducto que nos lleve fuera de las posturas falsas y los simulacros de la cultura contemporánea.
A propósito de este asunto, Nicholas Lezard publicó en The Guardian un artículo en que habla de la diferencia entre la inteligencia y la intelectualidad a partir de Esperando a Godot, la célebre pieza de Samuel Beckett. Como sabemos, Esperando a Godot se considera uno de los mejores usos del absurdo dentro de la literatura, una obra revolucionaria tanto estética como culturalmente, pues retrató con frialdad el extremo del nihilismo al que había llegado la civilización europea del siglo XX.
Lezard recuerda la atracción que de inmediato sintió por Esperando a Godot, un ambiente que a pesar de su parquedad —o quizá debido a esta— de inmediato lo hizo sentir bien recibido, acaso no del todo cómodo pero sí en un territorio no del todo desconocido. “Desde la primera página estaba hipnotizado, sorprendido”, escribe Lezard, a quien la extrañeza de los diálogos beckettianos, simples y no tan simples al mismo tiempo, lo condujo a un territorio que imprevisiblemente no era del todo desconocido.
En breve, estaba enganchado. Ahí tenía a un autor que era irreverente, escatólógico y sin embargo profundo; alguien completamente desinteresado en las convenciones de la literatura y sin embargo capaz, justo por medio del lenguaje, de mantener nuestra atención a pesar de que nada esté sucediendo. […] Y conforme descubrí detalles de su vida, primero por la biografía semi-autorizada de Deirdre Bair, me di cuenta de que no sólo su trabajo era ejemplar, sino también su vida. Ahí estaba alguien que se había purgado a sí mismo de vanidad, tanto la suya como la del mundo; un hombre de una integridad intachable, tanto en su obra como en su vida.
Con estos antecedentes, Lezard acepta que Beckett sea considerado un autor “intelectual”; “pero sospecho que es porque muchas personas no conocen la diferencia entre ser inteligente y ser intelectual”. ¿Y cuál es esa diferencia? Dice Lezard:
Más tarde descubrí que Beckett era, de hecho, furiosamente intelectual, pero que había dejado atrás la academia, aborrecido la oscuridad de la jerga y ciertamente no era el tipo de intelectual de posición a quien las televisoras piden su opinión.
Un guiño de inteligencia por parte de Beckett, parece decirnos Lizard. El gesto de tributar la cultura a la autenticidad para aceptar así que, a lo sumo, podremos responder dos o tres preguntas en la vida, poco más o poco menos, y será suficiente, y será más auténtico que todas esas preguntas que dicen responder las personas cultas y los intelectuales.

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10 jul 2014

Señales de que estás intelectualizando demasiado

EL INTELECTO ES UNA VENTAJA EVOLUTIVA QUE, SIN EMBARGO, PUEDE LIMITAR NUESTRA EXPERIENCIA EMOCIONAL DE MÚLTIPLES FORMAS

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La palabra “intelectual”, para referirse a una persona, puede tener connotaciones negativas de pedantería o testarudez; lo cierto es que el intelecto es la parte de nuestra conciencia que nos permite razonar, detener arbitrariamente el flujo de los acontecimientos y considerarlos en diferentes perspectivas, por lo que nuestro intelecto es tan importante como el pulgar oponible en la historia de la evolución.
Por otro lado, intelectualizar en exceso puede ser un dolor de cabeza –literal y metafórico– y, a la larga, una fuente de angustia. Para fines de este artículo, llamaremos “intelectualizar” al procesamiento innecesario y gratuito de información que genera angustia, procrastinación, ansiedad, etc. He aquí una recopilación de algunos síntomas de que tu cerebro está jugándote en contra (y, si en efecto tiendes a sobreintelectualizar las cosas, seguramente tendrás muchas horas de entretenimiento desenmarañando el por qué lo haces):
1. Te tomas tu tiempo para tomar decisiones… mucho… tiempo…
Uno de los problemas de sobreintelectualizar las cosas es que muchas veces la vida requiere decisiones prácticas, simples, cuyas consecuencias no son demasiado desastrosas. Pero si elegir un cereal o un tipo de leche puede parecer todo un rompecabezas en tu mente, tomar decisiones respecto a tu vida amorosa, profesional o académica implica considerar una lista siempre creciente de opciones y consecuencias. Por lo general, terminarás haciéndole caso a tu instinto o a tu premura… pero no estarás conforme con la decisión que tomaste. Cuida que el análisis no te provoque parálisis.
2. Pasas más tiempo planeando que haciendo
Si logras elegir un destino para tomar vacaciones (luego de considerar tus opciones), es probable que la mera idea de vagar por los rincones de una ciudad desconocida te parezca algo difícil de sostener en la práctica. Los intelectuales no se la pasan bien en medio de la incertidumbre (y conocemos bien el vértigo de estar frente a un estante de libros sin poder elegir uno; o, más sencillo, pasamos horas pensando qué ver en Netflix antes de ver por onceava vez la misma película de siempre).
3. Empiezas a sudar cuando alguien te dice “¿Podemos hablar más tarde?”
La escena puede tener lugar con tu jefe, tu pareja o los amigos. Desde el momento en que alguien te dice que quiere hablarte sobre algo asumes que es importante, impostergable; de lo contrario, ¿por qué no hablar de ello ahora? ¿Es que me van a despedir? ¿Vas a dejarme, mi amor? ¿Te ofendí de una manera horrible que ni siquiera me imagino? Probablemente el asunto a tratar es nimio o la gente simplemente quiere platicarte sobre sus vidas, pero para el hámster neurótico salido de una película de Woody Allen que vive en tu cabeza, la espera puede ser terrible.
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4. Admítelo: puedes ser MUY demandante
Si envías un correo electrónico, un DM o un mensaje de texto y la persona no te responde en un periodo de tiempo razonable (digamos, de inmediato o dentro de los 30 segundos siguientes), comienzas a considerar que: a) la persona que buscas no sólo está fuera del área de servicio, sino probablemente muerta o secuestrada por Al Qaeda, o b) a la persona no le importas y cada minuto de espera para ti es una dulce y sádica tortura que te inflingen. Lo cierto es que la gente está ocupada y, debemos admitirlo también, las personas sólo son prioridad para sí mismas.
5. Ir al supermercado requiere de toda tu concentración
Seguramente llevas una lista de todo lo que necesitas, pero mientras vas echando las cosas al carrito serás torturadx por la idea de que algo fundamental de vida o muerte se te ha olvidado. La sensación te perseguirá por cada pasillo, en la caja, en el auto, en el transporte público y rumbo a tu casa. Probablemente has vivido con esa sensación gran parte de tu vida.
Tal vez el punto aquí sea reconocer que no todas las cosas que tienen que ver contigo son tan importantes.
6. No vives el momento
¿Vivir el momento? Para una persona que utiliza su hemisferio cerebral izquierdo más que el derecho, cada momento está unido al siguiente, y al siguiente, y al siguiente, y así irremisiblemente hasta la muerte. El problema con esto es que se nos hace más difícil disfrutar lo que la “gente del hemisferio derecho” llama los pequeños placeres de la vida. Seguro: nuestros placeres están en fijarnos metas y alcanzarlas, en aprender algo nuevo o incluso en cambiar de opinión, pero la espontaneidad y el asombro de la contemplación son placeres más bien raros para nosotros.
7. Raramente “disfrutas al máximo”
Este punto es continuación del anterior, porque nos parece importante recalcarlo: cuando vives en tu mente y tus emociones son algo así como un ruido de fondo o un subproducto de tus razonamientos, tus entretenimientos y pasiones suelen ser sumamente complejos. Esto no es precisamente malo, pero las cosas “simples” o demasiado sencillas, que no te provocan la emoción del reto o el descubrimiento, sencillamente pasan de largo en tu radar. Y lo malo de esto es que la emocionalidad extrema también es sana. Reír y llorar a veces implica “olvidarse de uno mismo” y permitir que la emoción tome el control. Es, sobre todo, admitir que tener el control sobre todo lo que ocurre en nuestra vida no sólo es imposible, sino sumamente cansado.

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19 oct 2012

Estar en el mundo


Hay gente que parece controlar su destino, invierte en la vida social, la frecuenta, la manipula


Las teorías genéticas ponen cada vez más difícil la creencia en una voluntad personal, y de mil variadas maneras regresan a la antigua idea de destino, ese dios irónico y torvo que los griegos colocaban en la cúspide de su mitología sagrada, por encima de los dioses olímpicos y hasta por encima del universo: el destino.

Los griegos fueron la adolescencia de la cultura occidental, más que el origen, y en la adolescencia solemos creer en el destino más que en el esfuerzo personal. Dentro de la estereotipada idea del triunfo que circuló en los años veinte del siglo pasado, Fitzgerald decía que si triunfabas a los 20 años podías pensar que todo en ti era destino. Si lo hacías a partir de los 30 tendías a pensar que en tu caso había habido mucho destino, pero también mucha voluntad personal, y si triunfabas en la madurez o en la vejez te olvidabas por completo del destino y justificabas tu éxito únicamente a través del esfuerzo personal, del trabajo, de la voluntad, del no haber cedido nunca a la derrota y de haber luchado en definitiva contra lo que parecía que era tu verdadero destino. Y si a ese vetusto triunfador le preguntasen dónde cree que está el destino y dónde se manifiesta su poder, posiblemente diría: “Mire, querido amigo, he pasado toda mi vida luchando contra mi propio destino. ¿Sabe usted qué pienso sobre el destino? Pienso que es eso contra lo que hay que luchar y no algo que hay que asumir”.
Con independencia de la sustancia que tenga para cada cual la idea de destino, sí que sentimos que en este gran teatro del mundo al que nos arrojan al nacer, hay personas que parecen controlar de algún modo su destino, y hasta juegan con él, mientras que otros muchos parecen resignados a padecerlo. Los que parecen controlar su destino pueden tener sus momentos de trabajo solitario y soledad reflexiva, pero al mismo tiempo invierten en la vida social, la frecuentan, la manipulan a veces, la disfrutan, y hasta creen entender las vísceras del sistema pues a veces tienen información muy privilegiada. Están en el mundo.
Balcells me habló de Fuentes y Vargas Llosa como ejemplo de escritores que estaban en el mundo
Dentro del variado universo de los escritores, pueden caber las dos clases de seres y las dos clases de vinculación con el destino. Una tarde de verano, Carmen Balcells me estuvo desvelando qué escritores de su agencia estaban en el mundo y qué escritores estaban en los cerros de Úbeda y los arenales de Babia. Por mera prudencia, preferí no preguntarle en qué lugar de esa geografía fantástica me colocaba a mí. Ante la naturaleza fascinante de sus revelaciones, mi caso dejaba afortunadamente de existir. Fue una gran lección de sociología y mundología la que me dio Carmen Balcells en aquella ocasión, mientras devoraba unos bombones suizos de excelente factura que le acababan de regalar y que sabían a gloria. Lo pude comprobar cuando adelantó hacia mí la caja como una emperatriz de Constantinopla y me habló de Carlos Fuentes y de Vargas Llosa como ejemplo de escritores que estaban en el mundo.
También me habló de escritores que no estaban en el mundo, que habían sucumbido a la depresión, al alcohol, a “la locura negra que todo lo ve gris”, según expresión de Rubén Darío, de escritores que en realidad nunca habían estado en el mundo y que, sin embargo, sobrevivían. Tendían a ser más abstractos, más elípticos, retorcían más el lenguaje, o lo purificaban más o lo destruían más. A veces se suicidaban.
Años después de aquella conversación estival con Carmen Balcells, leí en este mismo periódico un artículo de Tomás Segovia que trataba divinamente bien el problema y hablaba con cierta admiración irónica de los que se atrevían a “estar en el mundo”. No tenían por qué ser arquitectos, siempre tan vinculados al poder, podían ser novelistas o poetas, que se movían por el mundo como Pedro por su casa, trataban con mandatarios supremos, con presidentes de muchos comités, con ministros, con millonarios, con intelectuales orgánicos e inorgánicos de todas las latitudes, y en no pocos casos ganaban el Nobel. Churchill, por ejemplo, ganó el premio Nobel de Literatura. Parece totalmente increíble pero sucedió. Churchill sí que estaba en el mundo. En una ocasión un joven le preguntó sobre el destino. Churchill encendió un puro, cogió la caña y la cesta que reposaban sobre el suelo y dijo: “Nunca me ocupo de asuntos tan abstractos, hijo. Me voy a pescar”. Esto, por supuesto, me lo acabo de inventar, pero cuadra con el personaje.
En el artículo mentado, Tomás Segovia se colocaba en el bando de los que no están en el mundo, de los que no estrechan la mano de mandatarios supremos y presidentes de muchos comités, y andan como flotando por ahí, a merced del mundo más que interviniendo en él.
En parte tenía razón y en parte no. Tomás Segovia, que había nacido en Valencia y que se había exiliado en México con sus padres a los 14 años, ya al final de la guerra civil, regresó a España en los años ochenta y con la mejor voluntad de encontrar una patria. Pocos detectaron su presencia y acudieron a él, a pesar de que era un sabio excelso, delicado y tremendamente generoso.
La última vez que lo vi fue en Berlín, en una reunión de escritores españoles y mexicanos. Segovia no sabía dónde colocarse, si con los españoles o los mexicanos. Realmente no lo sabía y pasó por momentos de angustia e incertidumbre. Finalmente, se colocó en la mesa de los mexicanos, en parte porque lo llamó una mujer de la organización que lo estaba viendo sufrir.
El caso más llamativo a este respecto ha sido últimamente el de Julian Assange
Todo esto es verdad, pero también es verdad que Tomás Segovia sabía colocarse en el corazón más íntimo del mundo, y desde allí desvelar su luz y su oscuridad. Pero por supuesto no era Carlos Fuentes. En México Carlos Fuentes parecía el omnipresente. Mis temporadas en México siempre han coincidido con la feria del libro de Guadalajara, y toda vez que paseaba por la feria y miraba alguna de las televisiones que me salían al paso, allí estaba Carlos Fuentes pontificando, con ese estilo amable y diplomático que lo caracterizaba. Allí estaba Carlos Fuentes reinando en la res publica como quien dice, reinando en la realidad además de reinar en la literatura. ¿Por qué cerros de Úbeda andaría entonces Tomás Segovia? ¿Por qué arenales de Babia se estarían perdiendo sus pasos?
El que mejor definió lo que estamos diciendo fue probablemente Hölderlin en el poema que le hizo a Bonaparte y en el que encontramos dos versos muy reveladores dedicados a Napoleón: “Él no quiere vivir y morar en el poema, / es en el mundo donde vive y tiene su morada”. Dicho en otras palabras: Napoleón no quiere vivir en la escritura y para la escritura, Napoleón vive en el mundo, está plenamente en el mundo, y justamente por eso puede mover fronteras como quien mueve un biombo.
El caso más llamativo a este respecto ha sido últimamente el de Julian Assange. En muchos aspectos Assange representaba un príncipe de los nuevos tiempos, bastante audaz y acostumbrado a relacionarse con los poderosos, ante los que ejercía una oposición sesgada, vidriosa y bastante astuta, además de claramente maquiavélica en el mejor de los aspectos, con golpes de mano como los que aconsejaba el autor de El príncipe, destinados a darte fama de liberador. Podías pensar que era un hombre muy bien informado sin pertenecer por eso a la intimidad del poder, también veías a través de sus actos que el mundo digital iba a obligar a cambiar de arriba abajo los escudos secretistas del poder y hasta podía provocar una modificación del poder mismo. Evidentemente, eso era y es estar en el mundo, en el sentido en que lo podía entender Hölderlin, pero cuando uno está en el mundo de esa manera tan plenaria, teniendo al mundo por vasta morada donde siempre vas a encontrar admiradores, aliados y camas faraónicas para holgar gratamente, has de comportarte con la rectitud, la mesura, la discreción y la astucia del hombre de mundo dibujado por Gracián (el otro gran teórico del poder individual), a no ser que quieras que construyan frente a ti un muro y te priven de tu inmenso reino: el mundo.

Jesús Ferrero es escritor.

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