Hay gente que parece controlar su destino, invierte en la vida social, la frecuenta, la manipula
Las teorías genéticas ponen cada vez más difícil la creencia en una voluntad personal, y de mil variadas maneras regresan a la antigua idea de destino, ese dios irónico y torvo que los griegos colocaban en la cúspide de su mitología sagrada, por encima de los dioses olímpicos y hasta por encima del universo: el destino.
Los griegos fueron la adolescencia de la cultura occidental, más que el origen, y en la adolescencia solemos creer en el destino más que en el esfuerzo personal. Dentro de la estereotipada idea del triunfo que circuló en los años veinte del siglo pasado, Fitzgerald decía que si triunfabas a los 20 años podías pensar que todo en ti era destino. Si lo hacías a partir de los 30 tendías a pensar que en tu caso había habido mucho destino, pero también mucha voluntad personal, y si triunfabas en la madurez o en la vejez te olvidabas por completo del destino y justificabas tu éxito únicamente a través del esfuerzo personal, del trabajo, de la voluntad, del no haber cedido nunca a la derrota y de haber luchado en definitiva contra lo que parecía que era tu verdadero destino. Y si a ese vetusto triunfador le preguntasen dónde cree que está el destino y dónde se manifiesta su poder, posiblemente diría: “Mire, querido amigo, he pasado toda mi vida luchando contra mi propio destino. ¿Sabe usted qué pienso sobre el destino? Pienso que es eso contra lo que hay que luchar y no algo que hay que asumir”.
Con independencia de la sustancia que tenga para cada cual la idea de destino, sí que sentimos que en este gran teatro del mundo al que nos arrojan al nacer, hay personas que parecen controlar de algún modo su destino, y hasta juegan con él, mientras que otros muchos parecen resignados a padecerlo. Los que parecen controlar su destino pueden tener sus momentos de trabajo solitario y soledad reflexiva, pero al mismo tiempo invierten en la vida social, la frecuentan, la manipulan a veces, la disfrutan, y hasta creen entender las vísceras del sistema pues a veces tienen información muy privilegiada. Están en el mundo.
Dentro del variado universo de los escritores, pueden caber las dos clases de seres y las dos clases de vinculación con el destino. Una tarde de verano, Carmen Balcells me estuvo desvelando qué escritores de su agencia estaban en el mundo y qué escritores estaban en los cerros de Úbeda y los arenales de Babia. Por mera prudencia, preferí no preguntarle en qué lugar de esa geografía fantástica me colocaba a mí. Ante la naturaleza fascinante de sus revelaciones, mi caso dejaba afortunadamente de existir. Fue una gran lección de sociología y mundología la que me dio Carmen Balcells en aquella ocasión, mientras devoraba unos bombones suizos de excelente factura que le acababan de regalar y que sabían a gloria. Lo pude comprobar cuando adelantó hacia mí la caja como una emperatriz de Constantinopla y me habló de Carlos Fuentes y de Vargas Llosa como ejemplo de escritores que estaban en el mundo.
También me habló de escritores que no estaban en el mundo, que habían sucumbido a la depresión, al alcohol, a “la locura negra que todo lo ve gris”, según expresión de Rubén Darío, de escritores que en realidad nunca habían estado en el mundo y que, sin embargo, sobrevivían. Tendían a ser más abstractos, más elípticos, retorcían más el lenguaje, o lo purificaban más o lo destruían más. A veces se suicidaban.
Años después de aquella conversación estival con Carmen Balcells, leí en este mismo periódico un artículo de Tomás Segovia que trataba divinamente bien el problema y hablaba con cierta admiración irónica de los que se atrevían a “estar en el mundo”. No tenían por qué ser arquitectos, siempre tan vinculados al poder, podían ser novelistas o poetas, que se movían por el mundo como Pedro por su casa, trataban con mandatarios supremos, con presidentes de muchos comités, con ministros, con millonarios, con intelectuales orgánicos e inorgánicos de todas las latitudes, y en no pocos casos ganaban el Nobel. Churchill, por ejemplo, ganó el premio Nobel de Literatura. Parece totalmente increíble pero sucedió. Churchill sí que estaba en el mundo. En una ocasión un joven le preguntó sobre el destino. Churchill encendió un puro, cogió la caña y la cesta que reposaban sobre el suelo y dijo: “Nunca me ocupo de asuntos tan abstractos, hijo. Me voy a pescar”. Esto, por supuesto, me lo acabo de inventar, pero cuadra con el personaje.
En el artículo mentado, Tomás Segovia se colocaba en el bando de los que no están en el mundo, de los que no estrechan la mano de mandatarios supremos y presidentes de muchos comités, y andan como flotando por ahí, a merced del mundo más que interviniendo en él.
En parte tenía razón y en parte no. Tomás Segovia, que había nacido en Valencia y que se había exiliado en México con sus padres a los 14 años, ya al final de la guerra civil, regresó a España en los años ochenta y con la mejor voluntad de encontrar una patria. Pocos detectaron su presencia y acudieron a él, a pesar de que era un sabio excelso, delicado y tremendamente generoso.
La última vez que lo vi fue en Berlín, en una reunión de escritores españoles y mexicanos. Segovia no sabía dónde colocarse, si con los españoles o los mexicanos. Realmente no lo sabía y pasó por momentos de angustia e incertidumbre. Finalmente, se colocó en la mesa de los mexicanos, en parte porque lo llamó una mujer de la organización que lo estaba viendo sufrir.
Todo esto es verdad, pero también es verdad que Tomás Segovia sabía colocarse en el corazón más íntimo del mundo, y desde allí desvelar su luz y su oscuridad. Pero por supuesto no era Carlos Fuentes. En México Carlos Fuentes parecía el omnipresente. Mis temporadas en México siempre han coincidido con la feria del libro de Guadalajara, y toda vez que paseaba por la feria y miraba alguna de las televisiones que me salían al paso, allí estaba Carlos Fuentes pontificando, con ese estilo amable y diplomático que lo caracterizaba. Allí estaba Carlos Fuentes reinando en la res publica como quien dice, reinando en la realidad además de reinar en la literatura. ¿Por qué cerros de Úbeda andaría entonces Tomás Segovia? ¿Por qué arenales de Babia se estarían perdiendo sus pasos?
El que mejor definió lo que estamos diciendo fue probablemente Hölderlin en el poema que le hizo a Bonaparte y en el que encontramos dos versos muy reveladores dedicados a Napoleón: “Él no quiere vivir y morar en el poema, / es en el mundo donde vive y tiene su morada”. Dicho en otras palabras: Napoleón no quiere vivir en la escritura y para la escritura, Napoleón vive en el mundo, está plenamente en el mundo, y justamente por eso puede mover fronteras como quien mueve un biombo.
El caso más llamativo a este respecto ha sido últimamente el de Julian Assange. En muchos aspectos Assange representaba un príncipe de los nuevos tiempos, bastante audaz y acostumbrado a relacionarse con los poderosos, ante los que ejercía una oposición sesgada, vidriosa y bastante astuta, además de claramente maquiavélica en el mejor de los aspectos, con golpes de mano como los que aconsejaba el autor de El príncipe, destinados a darte fama de liberador. Podías pensar que era un hombre muy bien informado sin pertenecer por eso a la intimidad del poder, también veías a través de sus actos que el mundo digital iba a obligar a cambiar de arriba abajo los escudos secretistas del poder y hasta podía provocar una modificación del poder mismo. Evidentemente, eso era y es estar en el mundo, en el sentido en que lo podía entender Hölderlin, pero cuando uno está en el mundo de esa manera tan plenaria, teniendo al mundo por vasta morada donde siempre vas a encontrar admiradores, aliados y camas faraónicas para holgar gratamente, has de comportarte con la rectitud, la mesura, la discreción y la astucia del hombre de mundo dibujado por Gracián (el otro gran teórico del poder individual), a no ser que quieras que construyan frente a ti un muro y te priven de tu inmenso reino: el mundo.
Jesús Ferrero es escritor.
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