Muchas personas viven eternamente insatisfechas pendientes de lo que no tienen
Con esta actitud solo consiguen quedarse atoradas y que les domine el miedo y la ansiedad
Algo común en las conversaciones con los pacientes en la consulta son los relatos sobre sus sueños e ilusiones. Somos seres que miramos al frente, siendo causa de sufrimientos el deambular demasiado por el pasado. No obstante, pronto se advierte que esos apasionados relatos esconden una visión más ilusoria que ilusionada.
Juan me habla de lo enamoradizo que es. Empieza siempre con pasión sus relaciones, pero se cansa al poco de comprometerlas. Vuelve de nuevo a lo que le falta. María ha contratado ya a tres coachs para lograr establecerse en un trabajo. Pero no dura mucho. Vuelve a estar en lo que le falta. Jacinto me habla de los proyectos que tiene de irse a vivir al extranjero. Lo malo es que lleva cinco años diciéndoselo a sí mismo, pero no, nunca acaba de dar el paso. Vive en un vacío que llenará algún día. Manuela, excelente madre y una líder en su familia, se pasa el día buscando actividades en las que desarrollarse. Pero cuando las encuentra tiene que dejarlas porque tiene que atender a los suyos. No lo asume. Se proyecta hacia lo que cree que debería ser. Su mundo rico en afectos no es suficiente. Siempre le falta algo. ¿Qué le ocurre a tantas personas que, teniéndolo todo, siguen sintiéndose infelices?
Las relaciones son uno de los ámbitos donde mejor se expresa esa pauta psicológica entre la falta, el vacío y la idealización. Amantes eternas, buscadoras inagotables de la pareja ideal, enamoradas de enamorarse, coleccionistas de comienzos, nostálgicas de los amores perdidos, especialistas en el arte del abandono, las personas instaladas en el sueño de un amor platónico viven exactamente como reza aquella canción de Serrat: “No hay nada más bello que lo que nunca he tenido, ni nada más amado como lo que perdí”. Todo amor adquiere su estado ideal cuando no se tiene o cuando se ha perdido.
Si examinamos de cerca pasiones tan exaltadas apreciaremos su perfecto engaño, su trampa mortal: el estado de carencia o de falta. Soñar con un gran amor permite imaginárselo a medida, sentirlo en su estado perfecto y proyectarlo como el gran remedio a la soledad presente o al vacío interior que supone tanto deseo insatisfecho. No obstante, todo ese sufrimiento innecesario proporciona un estado de falta al que la persona se acostumbra, que normaliza, con el que se identifica y se convierte en un ser carente. Esa es su droga, la sustancia que debe tomar cada día en pequeñas dosis de frustración por el amor que nunca acaba de llegar.
El papel del amor
1. LIBROS
– ‘Ni el sexo ni la muerte’, de André
Compte-Sponville. Editorial Paidós.
– ‘El banquete’, de Platón.
Editorial Tecnos.
– ‘Ética demostrada según el orden
geométrico’, de Baruj Spinoza.
Editorial Trotta.
Cuando ese amor se convierte en realidad, y superada la etapa de exaltación, le ocurre lo mismo que a los niños con los juguetes tan deseados que traen los Reyes Magos o Santa Claus: se aburren. Por un lado, un amor real es duro, un amor basado en compromisos, responsabilidades e imperfecciones. Por otro, ya no puede tomarse esa monodosis de “echar en falta”. No añora, ni sueña, ni puede idealizar. Ya no es una proyección, sino un ser humano, de carne y huesos, que ama y quiere ser amado auténticamente. Entonces, la persona platónica huye, porque aquello no es lo que esperaba, porque debe existir algo más ideal, algo que de nuevo le falta.
Otra de las típicas situaciones carenciales consiste en proyectar escenarios en los que supuestamente se obtendría toda la felicidad ahora ausente. Ocurre cuando nos invade la insatisfacción, sea por falta de ilusión en el trabajo, por tener una relación instalada en demasiadas rutinas, o por una especie de sinsentido generalizado por falta de pasión vital. En ese instante miramos a la orilla de enfrente creyendo que en ella se esconde la abundancia de la que nos sentimos privados.
La falta alimenta la imaginación, y pronto nos encontramos dibujando cómo sería nuestra vida si estuviéramos en la otra orilla, es decir, si tuviéramos otra pareja, otro trabajo, si viviéramos en una casa cerca del mar, en otra ciudad o en medio de la montaña. La idea se asienta y se convierte en un pensamiento obsesivo que nos distrae día y noche. Tanto es así, que se precipitan algunos acontecimientos de forma que solo hace falta un pequeño detalle: cruzar de una orilla a otra. Mucha gente se queda, sin embargo, atorada. Le invade el miedo y la ansiedad.
Llegados a este punto, algunas personas deciden visitar a un psicólogo para que les ayude a descubrir el porqué de sus angustias. Entonces se descubre la trampa: se han obligado a tomar una decisión innecesaria. Aquello que no era más que una proyección se convierte ahora en un inapelable destino que hay que transitar. Lo hacen sin recursos, sin saber nadar, sin una barca adecuada que les lleve de una orilla a otra. Empalidecen, se ahogan en sudores fríos, no duermen ni entienden qué les puede estar pasando ahora que tienen su sueño tan cercano.
Y el psicólogo les pregunta: “¿Hay alguien que te espere en la otra orilla? ¿Te han ofrecido un trabajo en la otra orilla? ¿Tienes un lugar adónde ir en la otra orilla? En todos los casos la respuesta es negativa. Entonces, ¿para qué tienes que cruzar la orilla? ¿Quién te obliga? ¿Te lo manda alguien? Ahí es donde se dan cuenta de su pensamiento platónico. El estado de insatisfacción no es un problema, es solo una situación desagradable que, además, tiene arreglo. En cambio, cruzar de una orilla a otra, sin más, eso sí es un problema.
Cuenta el filósofo André Compte-Sponville: “Si queremos salvar nuestras historias de amor, o simplemente entender cómo pueden existir parejas felices, necesitamos otra cosa. Ni las obras de arte, ni los hijos, ni la religión son suficientes”. Necesitamos otra teoría sobre el amor y sobre la vida que no se base en ideas platónicas.
Mi felicidad consiste en que sé apreciar lo que tengo y no deseo con exceso lo que no tengo”
(Tolstói)
Quizá la filosofía de Spinoza nos pueda servir de ejemplo a la hora de hablar del deseo como motor y no como una falta. Cuando no se desea más que lo que se tiene, lo que la vida trae, lo que uno es, el deseo se transforma en potencia, y el amor, en alegría. Tenemos apetito de lo que nos gusta, de lo que deseamos, pero ese apetito no es un sufrimiento, sino una fuerza que nos empuja a gozar de lo que no nos falta.
En cambio, sufrir por lo que nos falta es aplazar el vivir o hacerlo poniéndose trampas. Eso es lo que apostilla Compte-Sponville: “Más vale gozar y alegrarse de lo que se tiene, que echar en falta lo que no se tiene. Más vale amar lo que conocemos que soñar con lo que amamos. Es la verdad de la pareja, cuando está feliz, y del amor, cuando es verdadero”. Ante la perspectiva de una vida platónica, mejor amar lo que es.
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