Entre todo lo temible que podemos encontrar relacionado con nuestra situación social actual, hay una cuestión que trasciende su condición de agente más en ese puzzle de lo letal y se eleva como decisivo a la hora de ver qué futuro del mundo nos espera. El paroxismo moderno redunda en una idea constante: en la Era de la Información, las herramientas analíticas e interpretativas se han potenciado y se han entregado a la ciudadanía, de manera que no sólo se ha hecho exigible saber, sino que se ha hecho obligatorio. El ‘derecho a la información’ contiene ese doble filo que obliga a la existencia de un torrente de información continuo que nos bombardea, parejo a la idea de la necesidad de esa información por parte de los receptores. Esto redunda en un elogio recurrente a la cumbre de la modernidad, donde por fin nos hemos liberado no sólo de la opresión del pasado sino también de esa suerte de ignorancia congénita que abrumaba a toda la humanidad hasta la aparición de la Academia.
Un análisis estructural, con objeto la realidad misma según dimana de nuestro sistema socio-político, tiene mucho que decir sobre esta situación. En la actualidad, nuestro pensamiento sobrevive secuestrado por muchos raptores, entre los que se encuentra él mismo. La inyección de la mentalidad moderna para provocar el extravío del sentido común relativo a nuestra vida tiene gran parte de éxito gracias a esta intransigente necesidad del conocimiento totalizado del presente. La conciencia que se nos inocula desde diferentes frentes, específicamente la esfera mediática y la universidad, concurre en hacernos necesitar explicación sobre lo que ocurre más allá de nuestro ámbito de acción. La ‘aldea global’ es esa demencia teórica que pretende ponernos en relación de vecindad con los acontecimientos que tienen lugar en China. Pero lo que se olvida de manera sistemática por los aforados a la prensa como si de una necesidad vital se tratase es que es, en efecto, imposible un conocimiento del mundo a través de la ventana de los canales monopolizados. Lo único que alojan so pretexto de ser propuesta pero con conciencia de ser obligación los canales mediáticos, culturales y académicos es una visión del mundo maniquea, estrictamente correcta con arreglo a la conciencia que se desea que emerja, y no otra.
De aquí se desprenden muchas cosas, pero voy a resaltar una que es poco comentada. Más allá de la cuestión de la intervención del pensamiento, existe una crispación cuando se constata que de esta forma, en el presente y cada vez con más eficacia, es imposible conocer nuestro mundo con garantías de veracidad y adecuación. Hoy día, casi todas las fuentes de información sobre lo que está ocurriendo en el mundo responden a unos intereses estratégicos, en la medida en que cada vez más todas ellas están sindicadas por alguna fuerza institucional. La universidad, el espacio donde se dan cita autores entre sí con ánimo de levantar teorías omniexplicativas del mundo, tampoco escapa a esta cuestión, principalmente porque sus cauces de investigación están provistos por la información que trasciende de manera oficiosa, y no otra. Con la existencia de un gran Ministerio de la Verdad como transversal a toda la oficialidad, resulta imposible confiar en las informaciones que llegan sobre lo que ocurre con algùn conflicto bèlico, con el Estado Islámico o con la apariciòn de un virus o pandemia. Igualmente, todo lo que se incuba en en ala del sistema le sirve como principio, como es el caso del fenómeno Podemos, en nuestro país. Resulta temerario, una vez se cancela el hechizo de invisibilidad que han jugado las estructuras de poder sobre sí mismas, confiar en la información que se entrega. La neurosis de la modernidad tiene un gran resorte en esa imbecilidad que se siente por querer conocer y confiar a la misma vez sobre los discursos ajenos, y ahí es donde la modernidad se ha hecho potente, al autojustificarse en un plano tan sutil; al hacerse necesaria, querida y exigida.
La pérdida, en primer lugar, es nuestra historia. Desde la sociedad del aleccionamiento no se permite conocer ya nuestro propio pasado, ya que la tradición oral sobrevive raquítica gracias a la mentalidad del progreso más destructiva, que nos hace mirar con recelo, con inconveniencia, a las historias de nuestros abuelos, y una posible documentación sobre lo ocurrido pasa por consultar fuentes convenidas, insertas en lo despótico del sistema académico o fundadas en estadísticas tramposas. Hoy día es toda una aventura intentar comprender qué ocurrió en nuestro territorio hace 50 años. La poca prueba documental que queda, en aquellos estudios sobre una realidad inmediata pasada, a nivel local y sin pretensiones totalizantes, se están desintegrando a medida que las bilbliotecas y los archivos del mundo rural se caen a pedazos, debido a su nulo reconocimiento actual. Ese desinterés que provoca la centralización y el secuestro de la historia por los aparatos ideológicos por las únicas cuestiones que contienen una visión de la historia más o menos acertada pero honesta en sus términos nos está conduciendo a un escenario del mundo sin historia real más que como fabricación premeditada. Hoy ya es imposible conocer lo que ocurre en nuestro entorno inmediato, con el secuestro de la información relevante; pero la cuestión no es que en el pasado sí se pudiera conocer mejor el mundo y hoy día ya no, sino que se ha inoculado una falsa necesidad de prospección mientras se suministran documentos manidos, cuando en el pasado esa necesidad no existía y la gente vivía con un paradigma epistemológico más adecuado a su situación.
La reflexión en el pasado, allá donde el afán adoctrinador era flaco, en tanto los medios así lo eran, se basaba sobre la experiencia vivida. Es decir, por necesidad, se basaba sobre lo inmediato, sobre la información que emanaba del entorno al que se podía consultar. Hoy día, los cuerpos teóricos se argumentan sobre informaciones que provienen de fuentes privadas, ajenas al investigador, y no digamos al receptor final de los estudios, que es un ser totalmente pasivo, incapaz de contradecir con la misma estructura a su servicio todo lo dicho. Por eso hoy día resulta casi imposible contradecir en su mismo lenguaje a todas las ciencias, porque contienen la rúbrica de un sistema empoderado que dispone toda su estructura al servicio de los mecanismos que le dan autoridad. Muchísimas veces se escuchan comentarios que cuestionan de manera intuitiva algún postulado hecho en la actualidad, pero jamás prosperan como contrateoría, como alternativa. Paralelamente a esto, se nos ha extirpado el impulso por la reflexión autónoma, basada en la propia experiencia, además de que la calidad de dicha experiencia es del todo preocupante. Lo más delirante de esta situación recae en la impotencia hacia un conocimiento que se nos escapa, que ya no es nuestro, pues nos han saqueado la tradición oral, fuente de recursos para la reflexión sobre el mundo, y hemos confiado una gran importancia a la tarea de formarnos en el conocimiento de esta u otra cuestión del presente a través de los medios que provee el poder, siendo todas ellas visiones relativas a su campo del sistema de dominación, o en su defecto, perspectivas que a éste le interesan y convienen, o cuanto menos, no le importan.
La única conclusión posible es que nos adentramos en un escenario donde las personas vamos a estar entregadas de lleno a nuestros dominadores, y la capacidad de resistencia, no como voluntad de la persona sino como posibilidad de que emerja una conciencia crítica al respecto, sea llevada a cero. La resistencia ya no está en la calle; está, primero, en el pensamiento. Resistir al envite de la apropiación de nuestra mente, de la consecución de estas estrategias en nuestro interior, es primordial, y también lo es promocionar la reflexión autónoma y personal para que emerja una cierta conciencia escéptica, pues tampoco se trata de imponer una desobediencia pautada, que sería exactamente igual de indeseable que el adoctrinamiento actual. Los aduladores de la teoría del progreso se niegan a reconocer el curso ya casi indefectible que hemos tomado como sociedad, cuyo futuro es incierto pero temible si se mira desde la concepción de la libertad, tanto moral como de conocimiento.
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