16 feb 2013

Lo que esconde la mente


David Eagleman, uno de los neurocientíficos más brillantes de la actualidad, realiza en 'Incógnito' un repaso a nuestro conocimiento sobre la simple complejidad del cerebro


  El cerebro humano es el objeto más complejo  
  del que tenemos noticia. /  

El tuit más profundo que se ha escrito sobre la mente no es el de Descartes —pienso luego existo—, sino ese otro igualmente famoso de John Lennon que dice que la vida es esa cosa que ocurre mientras tú haces otros planes. Pensar es una actividad marginal, aunque laudable, que en el fondo no tiene mucho que ver con la existencia, y que a menudo la complica, la estorba o la confunde. Solo una minúscula porción de nuestra vida mental —de nuestras percepciones del mundo, de nuestras ideas y decisiones morales— constituye parte de nuestra consciencia, de esa especie de flujo continuo o narrativa coherente a la que llamamos yo sin saber muy bien a quién se lo llamamos ni dónde está, sin saber si quiera por qué se ha comportado como lo hace a menudo, con unos sesgos y unos estereotipos que no compartimos desde nuestros esquemas racionales. Nuestra vida mental es en gran medida esa cosa que ocurre por sí sola mientras hacemos otros planes: mientras sufrimos el espejismo de que estamos a los mandos del carro. Lennon superando a Descartes.

Solo una minúscula porción de nuestra vida mental  constituye parte de nuestra consciencia,
David Eagleman acaba de superar a Lennon. Eagleman, nacido en Nuevo México en 1971, es uno de los neurocientíficos más brillantes de nuestro tiempo, una de esas mentes inquietas que no solo dirige el laboratorio de percepción y acción del Baylor Collage of Medicine —una de las mejores escuelas médicas del mundo, y la más barata de todas las privadas de Estados Unidos—, sino que también ha impulsado una iniciativa pionera de Neurociencia y Derecho, un asunto que ocupará seguramente la mitad de la carrera de los jueces, abogados y fiscales del futuro próximo, aunque la mayoría de ellos no hayan oído hablar de ella en este presente miope. El lector interesado en esta cuestión fundamental haría bien en leer el último libro de Eagleman, Incógnito. Las vidas secretas del cerebro, una obra maestra de la escritura científica recién editada por Anagrama. Y el lector que no lo esté debería leerlo. El libro será una fuente inagotable de luz para ambos: además de abrir paisajes inexplorados en su pensamiento político, jurídico, social y filosófico, es —pese a todo lo anterior— ciencia pura y cristalina, la mejor foto fija de nuestro conocimiento actual sobre el cerebro.
La perplejidad que nos produce la inmensidad del cosmos es comprensible, pero también suele resultar engañosa. En un solo centímetro cúbico de nuestro cerebro hay tantas sinapsis —nexos entre neuronas— como estrellas en nuestra galaxia, la Vía Láctea, que en la práctica supone casi todo ese majestuoso espectáculo que nos ofrece el cielo nocturno. El cerebro humano es el objeto más complejo del que tenemos noticia en el universo. Somos insensibles a ese prodigio porque los resultados de su trabajo parecen simples —¿qué nos cuesta ver esa calle, o esquivar ese bache mientras atendemos con garbo nuestro whatsapp?—, pero haríamos bien en reservar un poco del vértigo metafísico que sentimos ante el cosmos para esa pulpa contrahecha que llevamos cada uno dentro del cráneo. Otra obra maestra, esta vez de la evolución biológica.
La consciencia, escribe Eagleman, “es como un diminuto polizón en un transatlántico, que se lleva los laureles del viaje sin reconocer la inmensa obra de ingeniería que hay debajo”. Aunque esta idea general pueda remontarse al menos a Freud, con su intuición pionera de los mecanismos inconscientes para un número de trastornos psicológicos, Eagleman no ha escrito el libro para reivindicar la figura del denostado fundador del psicoanálisis, sino para examinar el estado de la cuestión con las poderosas herramientas de la neurobiología contemporánea.

No pretende abrumar al lector con una rigurosa exhibición de erudición
El autor es un científico de élite, pero eso ya ha dejado de significar el clásico sabio bondadoso y metódico que imparte aburrimiento y profesa la religión del rigor mortis. Eagleman no pretende abrumar al lector con una rigurosa exhibición de erudición sobre los axones y las dendritas, las columnas corticales y los ganglios basales, el tálamo y el hipotálamo. Lo que pretende es enseñarle a pensar sobre “la gente, los mercados, los secretos, las strippers, los planes de jubilación, los delincuentes, los artistas, Ulises, los borrachos, los apopléjicos, los jugadores, los atletas, los detectives, los racistas, los metrosexuales, los amantes y todas las decisiones que consideramos nuestras”. Y lo mejor que se puede decir de su libro es que está a la altura de ese ambicioso (y metonímico) objetivo.
El lector encontrará entre las páginas de este libro a James Clerk Maxwell y a William Blake, al inconsciente con que Goethe dijo haber escrito Las desventuras del joven Werther y al colocón con que probadamente Coleridge compuso su poema Kubla Khan. Y entenderá qué demonios tiene todo eso que ver con su cotidiana, entrañable e incomprensible vida diaria, esa cosa que seguirá ocurriendo mientras usted lee el libro.


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