7 ago 2013

El arte de la admiración sin la decepción de la posesión

Es preciso separar el deseo de apropiación del deseo de trascendencia. Una de las razones por las que la belleza nos puede producir ese deseo es porque en ese momento en el que estamos en su presencia, sentimos que nos absorbe de tal forma que queremos comulgar con ella.


“Desire”, Martin T. Liepke



Es de dominio público que la identificación de la belleza es una experiencia de nuestra qualia, es decir, absolutamente personal. La famosa frase expresada por Shakespeare en Love’s Labours Lost, “Beauty is in the eyes of the beholder” (“La belleza se encuentra en los ojos del observador”) manifiesta claramente la subjetividad de la apreciación estética, pero técnicamente, la belleza se encuentra en el cerebro del observador. Un estudio de Semir Zeki, profesor de neuroestética del University College of London, descubrió que la corteza medial orbito-frontal del cerebro (área encargada de registrar el placer, la satisfacción y la recompensa) se ilumina cuando experimentamos la belleza de la misma manera que cuando escuchamos música, en el sentido que, es la misma parte del cerebro la que se activa independientemente de si la fuente es visual o auditiva. Si percibimos la belleza a través de nuestro cerebro, significa que la procesamos como un como un constructo lingüístico, es decir, como un código que puede ser programado.
La apreciación por la belleza siempre ha sido marcada por los estándares que dictan los medios que han predominado en la cultura. En un tiempo, los sistemas conceptuales de las religiones establecían las pautas para identificar la belleza. En nuestra era, hemos entregado esa cúspide dictatorial a la publicidad, la industria de la moda y la industria del arte que rigen nuestro sentido de la belleza con atavismos y tendencias sostenidas en una especie de efecto badwagon que dirigen nuestra atención hacia un estándar de belleza que abandona lo divino y se entrega a lo material, lo consumible, y ha cambiado tajantemente nuestra relación con la belleza. La misma cultura nos ha programado en crear y percibir la belleza a través del ego.
Terence Mackenna decía que para combatir a las ilusiones a las que nos encadena la cultura debemos crear arte, pero el arte contemporáneo parece ser ahora parte de la cultura de la confusión, parece incrementar el deseo de identificarnos al nivel del ego con el objeto de admiración, la cosificación en espejo. Lo que ahora vemos en el arte es una autoexpresión de la imagen del mismo artista, desprovista de toda verdad o belleza.
A principios del siglo XIX la asistencia a templos religiosos en occidente empezó a decaer abruptamente, y la sociedad comenzó a preguntarse, ¿Ahora dónde encontraremos la moralidad? ¿Dónde encontraremos fuentes de inspiración? Y a las voces influyentes se le ocurrió la respuesta: En la cultura. En teoría, deberíamos de buscar en la cultura la relación con lo divino, la epifanía, a la belleza como promesa de la felicidad a través del arte. 
Pero ahora vemos que la cultura nos ha llevado a creer que toda autoexpresión puede ser llamada arte, sin importar que se exprese. La belleza y la verdad resultan irrelevantes. Las galerías que visitamos nos parecerían absurdas de no ser porque el artista como egotista está apoyado por críticos y vendedores de obras de arte que forman parte de la cultura de consumo en esa escala. Los críticos deciden que es significativo sobre la base de sus propias ideas, y los vendedores, de lo que es vendible sobre la base de la popularidad y la moda. El mercado artístico se ha convertido en un mercado de moda en el cual nadie sabe quien fija las tendencias pero en el cual una tendencia que se vuelve popular determina el éxito de una obra. 
Tenemos la idea errónea de que el arte debe ser por amor al arte, que la creación de la belleza debe vivir en una burbuja hermética y debe ser autoexplicativa, que el artista no debería decir de que trata su pieza, porque, de hacerlo, podría destruir el hechizo y podríamos encontrarlo demasiado predecible. Por eso, algo muy común cuando estamos en un museo es intentar descifrar una obra, para solo inundarnos en un sentimiento de confusión (ò fingir ser cultos y conocedores de arte). 
deseo
El verdadero arte que procure nuestra admiración debería ser una expresión que refleje las sensaciones profundas de un organismo, una manifestación de su alma, ahí es donde surge el encuentro íntimo con un espectador, al encontrar el deseo de sentir, no de poseer. El fin de la creación y admiración de la belleza debería ser el de recordarnos qué es amar, qué es temer y qué es odiar. Debería proporcionar un encuentro visceral con las ideas más importantes de la fe. Los museos deberían ser nuestros nuevos templos. El arte debe retomar la tarea que solía cumplir y que hemos descuidado debido a ciertas ideas erradas. El arte debería ser una herramienta para mejorar la sociedad. El arte debería ser didáctico. 
Por otro lado, es necesario romper con los cánones de belleza que ha establecido la cultura de masas para reconocer los patrones individuales de belleza que generan el desbordamiento catártico. Somos la única especie que es capaz de apreciar la belleza, debemos procurar sensibilizarnos para despertar o desarrollar nuestro sentido de la intuición estética. Sólo así podremos encontrar en los lugares más improbables, la inspiración y el éxtasis de la revelación: cuando encontramos un patrón que revela una verdad obvia, que antes no lo era, la emoción que la conlleva, el orgasmo cerebral
Se dice que encontramos la belleza en nuestro deseo de idealizar y transformar nuestro mundo. Debido a que la belleza es circunstancial, sólo la podemos percibir en los momentos en los que nuestra atención se encuentra disponible. Me gusta entender a la belleza como la tecnología de la inspiración, es una de las pocas herramientas que nos puede sumergir en un éxtasis que supera la racionalidad y que inclusive, en ocasiones, nos puede causar dolor al intentar asimilarla, ya que literalmente, esa vastedad perceptual nos hace reconfigurar y actualizar nuestro esquema mental solo para acomodar a ese despertar ontológico. 
Codiciamos lo que vemos a una distancia que asegura que no lo podamos poseer. Es preciso separar el deseo de apropiación del deseo de trascendencia.  Una de las razones por las que la belleza nos puede producir ese deseo es porque en ese momento en el que estamos en su presencia, estupefactos por algo tan sublime, sentimos que nos absorbe de tal forma que queremos comulgar con ella, fusionarnos y ser uno con ella. Es en la belleza donde debemos alimentar nuestro deseo de ser infinitos en un mundo finito, alimentar nuestro anhelo de capturar el momento y hacerlo durar eternamente, porque, a pesar de que la belleza es casi nada sin el conocimiento de la rapidez con la que se desvanece, en su presencia podemos ser inmortales por un instante.

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