Mucho se habla sobre la biología de la religiosidad. Pero el cerebro realmente interesante es el del no creyente. Esa es una de las conclusiones que se extrae del último libro de Adolf Tobeña, “Devots i descreguts”, que tiene como objetivo conocer el origen y las funciones de las creencias religiosas. Los ateos tenemos cierta tendencia a pensar que la incredulidad es la expresión de una mayor capacidad de análisis y de raciocinio. Más indicación de lo que nos sobra que de lo que nos falta, por así decirlo. Pero Tobeña nos da una ducha fría. “De la misma manera que hay gente apática, asocial, perezosa o boba, la hay que no ve trascendencia en parte alguna”. Y demos las gracias, porque no muy lejos de esta frase hay un párrafo donde destaca, fosforescente, la palabra “autismo”.
Afortunadamente, estoy leyendo a la vez el libro de Satoshi Kanawaza “The intelligence Paradox”, en el que el ateismo es descrito como algo que suele ir asociado a una mayor inteligencia, y eso me gusta más. La tesis de Kanazawa es que lo que llamamos inteligencia es una habilidad que se desarrolló recientemente en un Homo Sapiens al que no le bastaron ya las habilidades cognitivas adaptadas a un mundo estable en el que genes y entorno ecológico iban a la par. Según su atrevida (pero documentada) teoría, las personas inteligentes suelen ser las que adoptan los modos de pensar más alejados de su naturaleza ancestral. Así aparecen criaturas extravagantes como los “progres” (liberales), los ateos o los monógamos, que van tan sobrados en la vida que se permiten rizar el rizo. Lo cual no quiere decir que sean quienes más éxito o felicidad obtienen de ella. Ahí tienen ventaja los “listos”, que no están tan dotados pero que no suelen ser tan desastrosos en cuestiones de “sentido común”, dispositivo que viene de serie pero que es obviado demasiado a menudo por los más inteligentes.
¿Estamos los ateos menos pertrechados para afrontar la existencia que los creyentes? Quién quiera conocer el fascinante mundo del cerebro religioso no puede perderse el libro de Tobeña. Los 4 jinetes de la militancia atea, Dawkins, Dennet, Harris y Hitchens, promueven la idea de que la religión es algo describible como una “infección memética”. Para ellos, las creencias son el resultado del adoctrinamiento, un artefacto cultural. Pero cada vez conocemos más estudios que nos muestran que eso no es así. Las doctrinas particulares se adoptan culturalmente, pero nuestro cerebro es un cerebro religioso. Está hambriento de transcendencia. La religión forma parte de nuestro hardware, está en nuestra naturaleza. Y estos estudios apuntan a que la religión nos aporta unas ventajas psicológicas y sociales que valdría la pena volver a valorar.
Esta es la idea de Alain de Botton, que en su libro “Religion for Atheists”, propone, a la manera de August Compte, aunque con derivaciones más pintorescas, repensar la cuestión religiosa desde la secularización. Muchos ateos lo son porque no se conforman con los cuentos de hadas. Porque les repugna el ocultismo y la superstición. Porque valoran más el conocimiento que el mito. Pero muchos estamos abiertos a incorporar ciertos elementos religiosos en nuestra vida partiendo de un mayor entendimiento de los entresijos de nuestro cerebro religioso y sus implicaciones psico-sociales. Es un planteamiento que permitiría a los ateos supuestamente más inteligentes pero infelices conseguir beneficios similares a los que disfrutan los “listos” crédulos. Si fuera posible, ¿por qué no?.
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