Existe la idea muy extendida de que puede medirse la inteligencia a través de un test. Esa es la obsesión de algunas personas e incluso de muchos sistemas educativos: sacar una puntuación alta que demuestre científicamente que son unos genios. Algo que explicaría lo poco que les entienden los demás debido a su superdotación.
En mi opinión el concepto mismo de “medir” algo tan voluble y cambiante como “la inteligencia” es absurdo. Es tan ingenuo como creer que unas notas en un boletín nos dicen lo listo que es alguien. Muchos han fracasado en el sistema educativo tradicional y oficial y después han sido personas extraordinariamente innovadoras, emprendedoras, inventoras, que han aportado grandes cosas a la humanidad.
Esas pruebas lo único que hacen es medir ciertas capacidades muy limitadas: la numérica y la visual (ser limitados memoristas). Poco más. Nada dicen de la inteligencia emocional, de la creatividad, de nuestro talento para innovar, para crear o de valores fundamentales en la vida como el trabajo en equipo, la constancia, el esfuerzo, la voluntad o los descubrimientos. Y esas son las verdaderas claves para tener éxito.
La mayor prueba de la inutilidad de cualquiera de esos test es el hecho de que es posible obtener un gran resultado en ellos y, después, llevar una vida sin sentido. La inteligencia es la comprensión de nosotros mismos y del mundo que nos rodea, lo que vamos aprendiendo en el camino. Si alguien es avaricioso, si se dedica a hacer daño a los que le rodean, entonces no estamos ante alguien inteligente, diga lo que diga una prueba. La inteligencia no se puede medir, pero se demuestra con cada uno de nuestros actos: es lo que somos.
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