En la actualidad nos encontramos con que el concepto de revolución tiene muy mala prensa debido a que el marco cultural e ideológico es conformista, y por tanto considera la revolución como una grave perturbación sociopolítica propiciadora de todo tipo de males conocidos y aún por conocer. Debido a esto la revolución hoy, como concepto político, no es popular sino por el contrario encuentra oposición al disponer de una muy mala imagen y al ser identificada con experiencias históricas del todo nefastas. La mentalidad predominante en la sociedad actual es reformista y conformista, simplemente se aspira a mejoras parciales dentro del cuadro social y político del sistema vigente, lo que fácilmente puede reducirse a un deseo fundamental: la mejora de las condiciones materiales de la existencia que se resumen en un aumento del nivel de consumo. Esta meta, economicista y materialista en esencia, bien puede lograrse dentro del sistema establecido lo que hace innecesaria su destrucción y sustitución por otro de diferente naturaleza.
Las condiciones subjetivas, aquellas que tienen que ver con la cultura e ideología dominantes, son las de una conformidad general con el sistema establecido y las ansias de alcanzar mejoras dentro de ese mismo orden. Esta mentalidad reaccionaria y anquilosada es la que ha creado las condiciones actuales para la existencia de un consentimiento social relativamente estable que ha permitido a las autoridades políticas, y por ende al conjunto del sistema vigente, conservar su estabilidad y con ello perdurar en el tiempo.
En el imaginario colectivo la idea de revolución ocupa un lugar marginal y siempre oscuro en el que es identificada con toda clase de horrores al ser considerada una idea cargada de muerte, horror y sangre. Pero esta perspectiva la complementa aquella otra que, desde una actitud superfluamente optimista e infantil, plantea cambios parciales y no sustantivos en la estructura del sistema y que por ello rechaza la revolución no ya por motivos tácticos sino estratégicos al no rechazar tampoco los fines generales del sistema de dominación y menos aún el orden vigente. Esta es la actitud groseramente mezquina que puebla una parte notable del radicalismo político, aquella que pervierte el concepto de revolución al darle un contenido reformista, al afirmar el orden establecido y sólo plantear una ruptura en sus formas y no en su esencia. Son aquellos revolucionarios de salón, de la cerveza y del porro, que se ufanan en convencer a incautos de que existen las revoluciones pacíficas, sin sobresaltos, de que otro mundo es posible y que sólo hay que quererlo. Son los mismos que aborregan a los infelices insatisfechos que en su ingenuidad se prestan a ser, no ya los tontos útiles, sino los borregos que sirven de carne de cañón para que otros saquen los debidos réditos políticos.
Es necesario reconocer la crudeza y terribilidad que entraña toda revolución y no autoengañarse creyendo, o haciendo creer, que puede ser un camino de rosas, fácil, de mínimo esfuerzo, sólo porque una virtual mayoría social así la pudiera llegar a reclamar. Pero muy al contrario de estas erradas ideas la revolución es, en primer lugar, etimológica y realmente “re-volver”, regresar a los orígenes. Significa una ruptura cualitativa con la esencia y naturaleza del presente para completar su ciclo y dar lugar a un nuevo comienzo. Revolución es, en suma, una ruptura con el orden establecido y consecuentemente con su legalidad y todo cuanto la sostiene: el Estado junto a todo su aparato coercitivo y represivo compuesto por su burocracia, policía, servicios secretos, ejército, cárceles, tribunales, etc.
Una revolución entraña violencia, sangre, muerte, fuego y sacrificios colectivos inauditos pero irrenunciables cuando se juegan principios, valores y planteamientos que dan contenido a la existencia, que hacen que las personas sean y se sientan humanas y no reducidas a la condición de larvas o insectos dentro de la conformidad de las sociedades actuales, compuestas por una abúlica y esperpéntica burguesía de masas. Porque tal y como apuntó Errico Malatesta “la revolución tiene que ser necesariamente violenta, aunque la violencia sea en sí misma un mal. Tiene que ser violenta porque sería una locura esperar que los privilegiados reconocieran el daño y la injusticia de sus privilegios, y se decidieran a renunciar de ellos voluntariamente. Tiene que ser violenta porque la violencia revolucionaria transitoria es el único medio para poner fin a la mayor y más perpetua violencia que tiene esclavizados a la gran mayoría de los seres humanos”. Más aún, “la sociedad actual se mantiene con la fuerza de las armas. Nunca ninguna clase oprimida ha logrado emanciparse sin recurrir a la violencia; nunca las clases privilegiadas han renunciado a una parte, siquiera mínima, de sus privilegios, sino por la fuerza, o por miedo a la fuerza. Las instituciones sociales actuales son tales que resulta imposible el transformarlas por reformas graduales y pacíficas, y la necesidad de una revolución violenta que, violando, destruyendo la legalidad, funde una sociedad sobre nuevas bases, se impone”.[1]
No puede obviarse que las jerarquías sociales se basan sobre el principio de la fuerza, y que la legalidad vigente es la expresión de una correlación de fuerzas de los vencedores sobre los vencidos, y que el propio Estado nace de la conquista guerrera que impone su privilegio autoritario de dictar el derecho a los derrotados, lo que hace de todo el entramado que constituye el ordenamiento jurídico un gran engranaje de dominación y subyugación en el que los sometidos ostentan tal condición en última instancia como consecuencia de esa relación de fuerzas.
Todas las revoluciones, independientemente de su orientación ideológica, han estado cargadas de un componente violento dado que el orden establecido y sus jerarquías se fundan igualmente sobre un principio violento que es el que en último término las mantiene, las reproduce y perpetúa. Una revolución es una ruptura con lo establecido, y en tanto que tal exige acciones dirigidas directa o indirectamente contra quienes sostienen esa situación, lo que puede plasmarse, según los casos concretos, en insurrecciones populares, guerrillas, motines, revueltas, sabotajes, etc. Pero en cualquier caso la violencia siempre está presente.
Por el contrario, las acciones no violentas en ningún caso pueden plantearse como medios para una revolución. En este sentido la no violencia puede considerarse como una práctica que en lo táctico y en lo estratégico puede defender al Estado y de hecho así ocurre en muchas ocasiones.[2] Más bien nos encontramos con que esta tendencia que ha sido implantada en gran parte del espectro del radicalismo político obedece a unas coordenadas ideológicas dirigidas hacia la pacificación y domesticación de este sector, para su posterior reconducción hacia los callejones sin salida del sistema de dominación para, al mismo tiempo sembrar con ello la debilidad a través de una falsa disyuntiva entre violencia y no-violencia que, a su vez, enmascara una realidad social, política, cultural y económica que se basa fundamentalmente en el uso de la fuerza.
Hoy vemos cómo el discurso de la no-violencia ha desembocado en la ideología del ciudadanismo, de la reacción y del rechazo de cualquier contestación sistemática y revolucionaria al orden establecido y a sus estructuras de opresión. Todo ello ha contribuido a reconducir a una parte del radicalismo político hacia posiciones políticas e ideológicas conciliables con las que sostiene el sistema de dominación y sus elites, donde finalmente las cajas negras de la institucionalidad son las que permiten la reconversión ideológica que facilita el reforzamiento del poder establecido, y con ello la asimilación e incorporación de estos elementos procedentes del radicalismo a las estructruas de dominación tal como ocurrió en el pasado.
Sin embargo la revolución es violencia, es traumática pues entraña dolor y muerte, pero no es sólo eso, tal y como una considerable parte de la población cree. La revolución es un punto de partida y no de llegada, pero para lograr esa situación cualitativamente distinta que permita un nuevo comienzo son imprescindibles unas condiciones subjetivas que entrañan una revalorización moral del sujeto y de sus luchas colectivas. En este sentido han sido históricamente las grandes ideas, además de determinados valores que han creado unas determinadas actitudes, los que han provisto de la fuerza moral para que las luchas, y por tanto también las revoluciones, sean iniciadas y mantenidas en el tiempo generación tras generación. Sin la labor concienciadora en la que los factores morales desempeñan un papel fundamental para ulteriormente hacer cualquier revolución popular es imposible plantearse nuevos comienzos y emancipaciones.
No existen los atajos ni los grandes logros que no entrañen grandes esfuerzos y sacrificios. En estas condiciones que impone la propia lucha revolucionaria es necesaria una moral de combate, una moral que rehumanice al sujeto y lo sustraiga del conformismo burgués que lo aborrega y lo sume en una amodorrada forma de vida melindrosa, empequeñecedora y embrutecedora. Significa asumir la importancia que juegan los valores junto a las actitudes que estos generan como baluarte moral que permita asumir el esfuerzo de toda lucha. Pero la importancia de la moral y de los valores radica en el hecho de que constituyen la base sobre la que construir sobre las ruinas de un mundo decadente e ilusorio. Por todo ello es necesaria una regeneración en términos morales y axiológicos que ponga fin a todo cuanto el sujeto ha interiorizado del sistema que le oprime, y por ello un rechazo de las metas existenciales así como de la forma de ser, pensar y sentir que son propias de ese sistema y su sociedad burguesa.
El emboscado
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