Quienes lleven más tiempo en Internet recordarán que algunas de las primeras preocupaciones de los pioneros tenían que ver con la privacidad de los internautas en su vida digital en la Red.
Aunque en general en castellano se entiende que intimidad y privacidad son más o menos lo mismo –la información sobre el «ámbito privado» de las personas– en realidad son un poco diferentes. La intimidad es lo más absolutamente personal, en lo que nadie debería interferir, como por ejemplo las conversaciones privadas, el correo o el interior de tu casa. La privacidad, por otro lado, se refiere más bien a las cuestiones de carácter personal que tienen lugar en el ámbito público, como cuando uno va al cine, compra algo en una tienda o consulta un libro en una biblioteca.
Los grados en que se pueden defender la privacidad y la intimidad varían un poco según las circunstancias, pero se consideran derechos constitucionales y están ampliamente protegidos por las leyes. En algunos casos –como en los de personas famosas o personajes públicos– el conflicto de la información pública y estos derechos suponen problemas de todo tipo. También es una situación anómala –pero no por ello inexistente– la violación de la privacidad y la intimidad de muchas personas, por ejemplo cuando se revelan secretos o conversaciones privadas o salen a la luz situaciones que se consideraban en el ámbito íntimo y personal.
Con la llegada de Internet hubo quien pensó que todo lo digital sería una tremenda amenaza para ambas cosas. Muchos tomaron grandes precauciones. También surgieron en aquella época grupos que hicieron un gran trabajo, como la Electronic Frontier Foundation para defender un amplio abanico de derechos digitales, entre ellos el de la «privacidad digital» entendida en su sentido más amplio. Derechos como por ejemplo comunicarse sin que nadie pudiera interferir ni interceptar las comunicaciones, el derecho al anonimato, a no ser rastreado por empresas sin el consentimiento expreso y tantos otros.
Curiosamente, con el paso de los años hemos asistido asombrados a una especie de curiosa paradoja en la Internet actual.
Quienes pensaban que una de las principales preocupaciones de los usuarios de Internet sería proteger su privacidad vieron cómo a la gente en general no parecía preocuparles demasiado – al menos en la práctica. Incluso, al contrario, muchos propiciaban con sus actos volcar toda su intimidad en la Red, sin preocuparles demasiado lo que se pudiera hacer con ella.
No se trataba solo de que la gente enviara correos electrónicos personales sin cifrar que podían ser fácilmente interceptados: es que se publicaban decenas y cientos de datos íntimos sin la más mínima precaución en todo tipo de soportes: foros, diarios, páginas web, bases de datos de contactos y, más recientemente, redes sociales. ¿Hasta qué punto era consciente la gente de lo que estaba haciendo? Probablemente, no mucho.
La paradoja es en cierto modo equivalente a otras situaciones sorprendentes en otros ámbitos. Por ejemplo, mucha gente es muy recelosa de su privacidad pero, ¿quién hubiera pensado que también habría masas de individuos haciendo cola frente a los estudios de televisión para mostrar sus intimidades –literalmente– las 24 horas al día en un Gran Hermano o un talk show frente a millones de televidentes?
En cierto modo, temíamos al Gran Hermano… pero ahora muchos se arrojan a sus brazos y los demás disfrutan con ello. Incluso los más concienciados vuelcan sus escritos y pensamientos más personales en la Red, sus fotos, sus vivencias diarias… y no ponen demasiado cuidado en evitar poder ser rastreados, a veces sin ser conscientes de que aunque que las grandes empresas del marketing –por no hablar de otras entidades, o incluso gobiernos– puedan hacer con todo ello. En cierto modo, simplemente da igual: a veces es incluso ventajoso hacerlo.
Hoy en día los millones de fotografías volcadas a Internet permiten a software especializado ubicar a cualquier persona por los rasgos de su cara gracias a los sistemas de reconocimiento facial – en el mismo Facebook, sin ir más lejos; sin duda lo mismo estará sucediendo con las imágenes de vídeo de las cámaras de vigilancia de los edificios y calles de las ciudades.
Una indagación ligeramente más profunda permite saber desde dónde se conecta alguien, por dónde navega y qué información lee o qué ficheros transfiere. Si tienes un teléfono inteligente con GPS o te gusta jugar al FourSquare, puedes rastrear (y ser rastreado) por los amigos con un par de clics y saber por dónde andan en cada instante. ¿Quién dijo que prefería que nadie supiera por dónde estaba? Hoy en día es casi más ventajoso estar localizable para ahorrar tiempo, hacer nuevos amigos o trabajar de forma óptima.
Tal vez la paradoja es que creíamos valorar más la privacidad que las ventajas que nos supone hoy en día compartir nuestra intimidad: un mayor contacto con los amigos y los seres queridos, la posibilidad de descubrir a gente nueva–y, lo más importante, ser descubiertos– o las ventajas del contacto instantáneo, permanente y en tiempo real con familiares y conocidos… en incluso con desconocidos, que de todo hay.
¿El siguiente paso? Ya hay quien está dispuesto a compartir lo más íntimo de lo íntimo: su código genético. Proyectos como 1000 Genomas y otros parecidos admiten, casi cual foro al que uno envía fotos, que se envíen perfiles genéticos completos para que los investigadores trabajen con ellos. Ya no se trata de compartir algunas curiosidades genéticas que otrora se habrían considerado íntimas, sino de enviar la secuencia genética completa que nos hace únicos.
Probablemente no se pueda llegar mucho más allá en esta apertura pública de nuestra intimidad, excepto quizá cuando la tecnología permita hacer volcados completos del cerebro en tiempo real y subirlos a alguna especie de dropbox.
Desde luego, los tiempos han cambiado mucho.
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